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La deshumanización de la medicina

El doctor Gregorio Marañón, aquel gran médico y humanista, liberal y republicano con el que casi termina la República, solía afirmar que no existían enfermedades, sino enfermos. Además su terapia era aparentemente simple: una silla y un «cuénteme». Se dirá, claro, que en la época de Marañón la sanidad no era universal y por tanto era posible esta disponibilidad de tiempo para el trato con el enfermo. Y es cierto. Tampoco lo era cuando Sándor Márai escribió su novela La hermana, en cuya segunda parte una monja susurra a los oídos de un enfermo desahuciado por la decrepitud de la depresión y el ansia de la muerte, un «yo quiero que usted viva», sanador y salutífero.

Puede que ni siquiera en nuestra Facultad de Medicina se recuerde que en ella impartió docencia Ramón y Cajal, y mucho más recientemente nuestro llorado López Piñero. O que haya alguien todavía en España que lea los ensayos últimos de Pedro Laín Entralgo sobre el hombre como ser material y su destino según la fe. Otro de nuestros grandes humanistas.

Hoy los que, por padecer una enfermedad, frecuentamos los servicios hospitalarios, sabemos algunas cosas: que el trato personal con sus profesionales, en general, es bueno, aunque raramente cordial y en muy escasa medida humano en su sentido profundo. Se dice que es por la falta de tiempo, por los recortes, por las malas, malísimas, o buenas buenísimas políticas sanitarias, por el agobio administrativo, por tantas y tantas cosas. Pero hay momentos en que un enfermo sí precisa algún minuto para que su médico le escuche, precisa alguna comprensión, alguna complicidad o lo que es inmensamente más importante, una humanidad que se anhela y se percibe en el trato del otro hacia alguien que, por estar enfermo, es ya una personalidad disminuida y dependiente. Falta humanismo y sobra técnica, eficacia rutinaria, malas caras y un poco menos de porco goberno con independencia , claro está, de quién sea el titular o los titulares del gobierno.

Naturalmente, un médico no es un terapeuta, género prohibitivo en general por sus elevados costes pecuniarios, ni un confesor, sino eso que ahora se llama un especialista. La especialización científica, que tantos y sustanciales avances ha dado a nuestra medicina, también ha cercenado su cercanía, su concepción del paciente como un ser humano integral, no sólo como un conjunto más o menos ordenado de órganos, patologías y segmentos propios de cada especialidad. Yo en esto me reconozco muy orteguiano. Sí, hemos ganado enormes conocimientos sobre el cuerpo como cosa, pero hemos perdido la sensibilidad requerida para el trato entre mujeres y hombres que, antes que nada, son seres sufrientes.

Y eso que digo no sólo ocurre en la práctica médica convencional, sino en la enseñanza, en la educación, en la justicia, en todas y en cada una de las actividades humanas. En la política, el ensañamiento es todavía mayor y hemos convertido nuestra democracia en una inmensa máquina partitocrática de picar carne humana. Y el último, el que lo niega, digo, que apague la luz, si todavía le dejan tiempo.

Quizá el esperpento es todavía mayor en la psiquiatría, convertida en una rápida sucesión de consultas en las que se recetan con mayor o menor pericia los mismos antidepresivos u otros fármacos según la patalogía y se deriva a terapía, normalmente privada, en el caso de que se quiera pensar algo más que en pastillas sobre el caso de referencia.

Un enfermo, sobre todo, si su dolencia es crónica, grave o potencialmente mortal, precisa sentirse acogido, lo que no le exonera naturalmente de sus responsabilidades ni le exculpa de sus deméritos, pero sí contribuye a crear un clima de humanidad creciente entre las relaciones médico paciente que importa mucho más, en ocasiones, que el acierto protocolario con el gotero de referencia en el mostrador de la planta hospitalaria.

Trato de llevar al lector una reflexión que va mucho más allá, y es más honda, que la mera gestión política y administrativa de nuestra sanidad. Aunque ya sé, y bien, hasta qué punto los desmarres, intereses y política de campanario hacen por empobrecer todavía más, aunque todo sea carísimo, las más básicas necesidades de la relación médico enfermo: la empatía y el acogimiento cordial.

Cuando yo era niño tenía un pediatra al que mis padres podían llamar a altas horas de la madrugada, por ejemplo, por la elevadísima fiebre de unas anginas, y don Salvador Belenguer, al que recuerdo y guardo aprecio como si hoy siguiera aquí, se presentaba en casa con un abrigo encima del pijama en unos minutos. No hablemos de aquellos médicos de cabecera que conocían al paciente, a la familia y sabían mejor que ellos lo que convenía o no convenía hacer en cada caso y en cada postración.

Hemos ido perdiendo el sentido de lo único que nos hace humanos, la humanitas, el sentido personal del mundo y de las relaciones humanas. Y el Yo robot, el famoso relato de Isaac Asimov, está bien para una tarde de entretenida y adolescente introducción a los clásicos de la ciencia ficción, pero en nada nos sirve cuando de veras necesitamos junto a nosotros a otro ser humano.

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