Los acontecimientos de mayo del 68 habrían sido inconcebibles sin dos explosiones de naturaleza muy distinta, pero ambas vinculadas al final de la segunda guerra mundial: la primera fue la bomba atómica; la segunda el baby boom originado entre finales de los cuarenta y principio de los años cincuenta. Ambas explosiones cerraron la primera mitad del siglo XX, pero sus efectos han dado forma a los decenios siguientes hasta nuestro principio de siglo.

La bomba atómica supuso un cambio en la visión humana del propio poder y del mundo: nunca antes la destrucción del planeta había estado en nuestras manos. Hasta entonces la supervivencia había dependido de nuestra capacidad para ponernos a salvo del mundo y sus fuerzas. Pero ahora era necesario poner el mundo a salvo de nuestro poder para no sucumbir con él. Aquello nos convertía en el principal riesgo para la propia supervivencia, y hacía urgente la denuncia del instinto cainita que terminó por expresarse en el pacifismo y el deseo de volver a formas de vida en comunión con la naturaleza. Las dos guerras mundiales habían dejado claro que los estados y sus gobernantes no eran garantías de paz sino lo contrario. Los esfuerzos por invertir esa innata belicosidad abocaron a los principios de la unión europea con Adenauer y Schuman. Internacionalismo, pacifismo y ecologismo surgieron como reacciones espontáneas ante una guerra devastadora, y que terminó exhibiendo un armamento que amenazaba con convertir la siguiente en la última.

Por su parte, el baby boom causó un alud de veinteañeros que llenaron las aulas universitarias: en Francia en el año 58 eran apenas 200.000 mientras que en el 68 llegaron a los 500.000. Pero no se trataba de que hubieran nacido muchos jóvenes, sino de que había nacido la juventud misma como sujeto social y político. Es cierto que la aparición de las juventudes comunistas, socialistas y fascistas de principios del siglo XX fueron la primicia de ese nuevo sujeto social. Pero ahora ya no se trataba de una juventud adscrita a una ideología, sino de la juventud misma como ideología y, al mismo tiempo, como sujeto protagónico de las ideologías.

Ya no se cantaban himnos enfervorecidos de futuros patrióticos o revolucionarios, sino que se cantaban letras de una arrolladora lírica juvenil que transformó todos los corazones jóvenes en almas de una misma legión abanderada por Jimi Hendrix, los Rolling Stones o los Beatles. De hecho, las revueltas de mayo del 68 fueron el primer intento de transformar la lírica en épica política. Ciertamente, lo anterior derivó en un utopismo sentimental y moral que sirvió difusamente de autoconciencia para la juventud como nuevo sujeto emergente. Pero si las ideas se hacen poderosas en las conciencias, las utopías pueden superarlas si se arraigan en los sentimientos, tal y como hicieron en el imaginario moral occidental.

La juventud sustituyó al proletariado asumiendo su activismo emancipatorio, pero desplazándolo hacia las relaciones paterno filiales que -de la mano de Freud- se convirtieron en el centro de las tensiones sociales, eclipsando progresivamente la antigua centralidad de las reivindicaciones laborales. Desde entonces, es la institución familiar la que concentra la mayor parte de las disputas ideológicas y de las transformaciones sociales, pues el 68 sumó a todos los frentes emancipatorios uno de nuevo cuño: la emancipación psicológica de la conciencia frente a toda autoridad restrictiva, y, más en particular, en relación con las pulsiones elementales como la sexualidad.

Además, el desarrollo y comercialización de la píldora incidió de lleno en las sociedades más avanzadas durante los 60, basculando todos los factores anteriores sobre la mujer y la transformación de los hábitos familiares, morales y culturales que perfilaban su posición y roles sociales. Esta sincronización en el desarrollo del feminismo, pacifismo y ecologismo en el contexto de la nueva cultura pop y protagonizados por un utopismo estudiantil, con frecuencia difusamente perfilado por un neomarxismo freudiano, terminó por componer una auténtica avalancha histórica. Una avalancha cuya superposición con el no menos insólito desarrollo tecnológico de los últimos treinta años, ha prolongado su influjo en nuestros días.

Sin embargo, toda aquella «revolución» tenía la singularidad de correr por cuenta de una clase estudiantil e improductiva, que disfrutaba de la plenitud de los derechos civiles y con una más que razonable disponibilidad de bienes, sobre todo comparada con la situación mundial. No era, por tanto, la última revuelta de los desfavorecidos. Más bien se trataba de los beneficiarios de los avances materiales y sociales más sofisticados a los que había dado lugar la civilización, y lo que aquellos jóvenes expresaban no era el malestar consiguiente a la insatisfacción, sino la insatisfacción consiguiente a la completa satisfacción.

Y ese malestar alentó el núcleo de aquella revuelta interior con la utópica impronta de lo juvenil: la elevación a valor político de los bienes que solo se pueden poseer en común o que crecen cuanto más se participan, a saber, la paz, la libertad, la concordia, la alegría, el saber, la confianza, el amor. La lógica interior de ese lirismo político denunciaba escarnecedoramente la mercantilización de la existencia que las sociedades occidentales estaban asumiendo tan masiva y acríticamente.

Aquella denuncia sigue estando justificada, incluso más que entonces. Sin embargo, las estudiantiles brigadas del filantropismo, hoy la más populosa generación de jubilados, han enfrentado una prueba más dura que la de aquellas revueltas semanas: mantener la generosidad en una vida precisada de posesiones y amenazada con privaciones, persistir fiel a aquellos amores juveniles en las rutinas cotidianas de las relaciones de pareja, preservar el poder personal y político de su pulsión de dominio frente a los discrepantes. Esa existencia cotidiana requiere más épica y contiene una lírica más genuina que la de aquellos días de adoquines y rosas.

Hoy, como entonces, el problema sigue siendo cómo transformar el deseo posesivo de placeres, riquezas, reconocimiento y poder en otra forma más poderosa y humana del deseo: el deseo de comunicación y comunión. Hace mil quinientos años, los monjes benedictinos pensaron que era posible mediante la cancelación de la sexualidad, la propiedad y el poder en sus votos. Hace cincuenta años, los jóvenes del 68 creyeron que era la completa y desinhibida falta de privaciones lo que les haría felices y benéficos. Ni una ni otra sirven para alentar la vida de las muchedumbres que trabajan a diario, forman parejas y familias, y participan en sociedades políticas con necesidades y urgencias. El drama de cada día es el escenario más esforzado para la incierta transformación de la lírica en épica.