Tuve la suerte de entrevistar a Jon Juaristi cuando le concedieron el Premio Nacional de Ensayo por El bucle melancólico en 1998; la intención era publicarlo en la revista Dilema de filosofía; la mala suerte quiso que la grabadora no tuviera pilas. Daba igual porque fue un placer. Historias de nacionalistas vascos era el subtítulo de esta obra que fascina y huele a verdad, a estudio académico y biográfico sobre los nacionalismos en España. El prólogo explicaba cómo distinguir freudianamente la tristeza del proceso melancólico y la del luto; en el segundo, la pérdida ha sido histórica, en el primero remite a una supuesta ausencia «pero no a un objeto perdido».

La clave nacionalista ibérica, para Juaristi, es la inveterada tradición de relatos míticos que siempre han transmitido una lejana y lancinante melancolía hacia un falso pasado histórico robado: «El nuevo héroe debía partir en busca de la patria arrebatada, de la lengua prohibida [?] para suturar la herida, colmar la carencia, restaurar el orden edénico». Los «relatos arquetípicos» nacionalistas, en un bucle melancólico continuo, siempre habrían ido desde «narraciones sacrificiales de amor y de inmolación, de heroísmo y de culpa, de traiciones y derrotas» hacia la búsqueda de una restitución, la recuperación que remedie una catástrofe original

¿Se instaura así el nacionalismo religiosamente, ocupando con sus mitos el vacío que la secularización moderna o postmoderna ha dejado en nuestras sociedades? Hay una promesa paradisíaca de plenitud si se realiza lo que exige. Se cree en ello con la fe ciega del carbonero. También puede acabar en un fanatismo del mismo corte que se crea legitimado para imponerse por encima de la persona. Oscar Wilde expresó este peligro al afirmar que «el patriotismo era la virtud de los depravados». Expliquémonos: desde luego, es la única virtud que tienen algunos depravados.

Cataluña hoy se parece a aquel niño que se disputaban dos madres delante del rey Salomón; ante la dificultad de reconocer cuál era la verdadera, el rey sabio ordenó partir al niño por la mitad con una espada; una de ellas reclamó enseguida que no lo matasen y se lo quedara su oponente, y el rey reconoció a la verdadera madre: quien más lo amaba. Un padre de la patria dispuesto a partir su nación en dos por encima de todo no parece la verdadera madre. La gran virtud de Tabarnia no consiste en su propuesta como tal, sino en hacer una denuncia inteligente que obliga a cada uno a descubrir su corazón ante la espada.

En fin, la verdad, según Juaristi, es que el supuesto «objeto de la pérdida» jamás ha existido: «Puede afirmarse que nunca se perdió una patria gallega, catalana o vasca». Más bien al revés, se perdió, como mucho, «un imperio -el español- del que habían sido fieles soportes los gallegos, catalanes, asturianos, aragoneses, castellanos, andaluces, extremeños, y, no faltaba más, los vascos». Un juicio histórico riguroso desmiente las construcciones míticas. Como toda literatura, se pueden deconstruir.

Definamos qué es hoy y queremos que sea España. El debate se desenfoca al remitir tanto a la historia en vez de a la filosofía política o la antropología. Conceptos como nación, Estado o cultura se hurtan a esta discusión eterna cuando es más importante alcanzar el consenso aquí, desde las dialécticas que queramos establecer entre ellos. Nunca ha sido el mestizaje cultural motivo de regreso, sino de progreso histórico; ninguna cultura se ha formado ni se fortalece aislada de lo diferente a sí misma, empeñada en conservarse pura, aria, inmaculada y absolutamente original. Esta es otra ensoñación.