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Culpa

Ha sido entrar en la cincuentena y no dejar de sentirme culpable ni un momento. La constatación de que no voy a poder tener más hijos me ha sumido en una especie de vértigo vital en el que la culpabilidad ocupa el centro justo.

Quizás porque coinciden con el final del período fértil de la mujer, los cincuenta años son para nosotras una bomba de mano. Por mi parte, ha sido entrar en la cincuentena y no dejar de sentirme culpable ni un momento. La constatación de que no voy a poder tener más hijos me ha sumido en una especie de vértigo vital en el que la culpabilidad ocupa el centro justo. Cuando tenía treinta y cinco años me sentí culpable de no haber tenido hijos; unos años después, azotada por la culpabilidad de no ser lo suficientemente buena, me arrepentí de haber tenido a mi hijo. Hoy, me siento culpable porque mi hijo será único, por haberle privado de la experiencia de tener hermanos con los que sentirse acompañado a lo largo de la vida.

En fin, un suplicio.

Hace unas semanas visitó España la escritora israelí Orna Donath, conocida por ser la autora de un pequeño estudio titulado Madres arrepentidas, que le valió en su país insultos, descalificaciones y amenazas. La peligrosa conclusión del estudio es que las madres arrepentidas no son seres míticos como las sirenas, las ninfas o las arpías. Y, atendiendo al revuelo que ha suscitado en todo el mundo el libro de Donath, sospecho que su tesis es tan revolucionaria como cierta y que no ha hecho más que poner el dedo en la llaga.

No nos engañemos, las mujeres hemos sido las primeras en no cuestionar la maternidad en público, atemorizadas por el qué dirán. Las revistas del corazón y las crónicas de sociedad nos han introducido sus «No supe lo que era la felicidad hasta tener a mi hijo en brazos», «Lo único que importa es mi familia» o «Mis hijos son el motor de mi vida y me dan la energía para levantarme cada día» como ocas a las que se alimenta con un tubo. Por regla general, las modelos, actrices y socialités que perpetran estos tópicos recuperan la figura a las tres semanas y no renuncian a su actividad profesional, apoyadas por un ejército de nurses, cuidadoras y canguros.

En España, la encargada de abrir la caja de Pandora fue la periodista Samanta Villar, a la que lapidaron en las redes sociales por decir que «tener hijos es perder calidad de vida» o que «Tras tener a mis mellizos no soy más feliz de lo que era antes». Se la comieron. Basura, ascazo, puerca y egocéntrica fueron algunos de los lindos epítetos que pueden reproducirse aquí y que durante meses inundaron su cuenta de Twitter.

Observo a los hombres y no percibo todo este runrún interior, la sensación de que, hagan lo que hagan, acabarán por sentirse culpables o arrepentidos. Lo escribo en voz bajita porque temo que esta aseveración contenga visos de sexismo. Sin embargo, veo a muchos hombres confortablemente asentados en su realidad, sin sentirse obligados a justificar todas las decisiones vitales que toman: si viven solos, si se casan, si no tienen hijos, si tienen dos, si asumen el cargo de delegado territorial de su empresa al mismo tiempo que nace su tercer bebé.

Cuando Carmen Alborch escribió su libro Solas caí en la cuenta de que las mujeres nos habíamos pasado siglos justificándonos por ser solteras, tanto si lo éramos por decisión propia o porque la vida nos había empujado a ello. Que yo sepa, no existe ningún libro titulado Solos en el que los hombres expliquen que la soltería no es ni un castigo divino ni un síntoma de que algo funciona mal en su cabeza.

Las mujeres deberíamos comenzar a tomar determinaciones vitales sin tantas agonías y no quedarnos ancladas en las decisiones del pasado cuestionándolas una y otra vez. Total, en la vida no existen absolutos, todo es relativo y todo tiene su coste de oportunidad. Nos hemos pasado años idealizando lo que no tenemos y exigiéndole a la realidad lo que esta, en toda su imperfección, no puede ofrecernos. Es hora de darle una patada en el trasero a la culpa.

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