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El ocaso de la palabra en la política

En la penúltima secuencia de «El instante más oscuro», un diputado tory le pregunta a lord Halifax qué ha pasado -para que los partidarios de un acuerdo negociado con Hitler se hayan arrugado en el Parlamento y la práctica unanimidad de la cámara haya vitoreado el «never surrender» que invocaba la lucha contra el nazismo. Halifax, cariacontecido, responde: « Churchill ha movilizado la lengua inglesa y ya está lista para el combate».

Churchill fue, posiblemente, el último gran orador de la política, un hombre culto, de sólida formación clásica aunque nada políglota, como tantos otros británicos. Trituró retóricamente a Hitler, que no era manco y lideraba su país con la oratoria radiofónica y multitudinarias paradas, pero jamás alcanzó los recursos culturales del premier de su Majestad. Solo otro británico, en aquellos años, clamaba retóricamente con brío, el fascista Oswald Mosley, que acabó en la cárcel y expatriado.

En nuestro país, fue la II República un vivero de grandes oradores, desde José Antonio Primo a Indalecio Prieto, aunque, sin duda, hay que considerar a Manuel Azaña el más brillante de todos ellos. La transición también dejó buenos parlamentarios - Felipe González, Roca Junyent, Herrero de Miñón?-, hasta llegar a nuestros días, donde destaca sobremanera el actual presidente, Mariano Rajoy. Su última ocurrencia frente a Albert Rivera en la sesión de control llamándole «aprovechategui», quedará en los anales del Congreso, como quedará el magnífico debate que llevó a cabo cuando se presentó el Estatut de Cataluña, aunque entonces tuvo como compañeros de tribuna a finos estilistas como Pérez Rubalcaba o Gaspar Llamazares, sin dejar de lado a Carod-Rovira, infinitamente mejor orador que los que le han seguido en el arco catalán.

Lo malo para Rajoy es que la era del discurso toca a su fin, la gran época de los parlamentos. Una palabra, «parlar», que curiosamente viene del occitano. Parlamentos: los lugares donde se habla, se exponen los argumentos. Ahora se habla más en televisión, en programas de tertulias, en formato show, donde vence el más verdulero. Pero no es la televisión la que hace languidecer la palabra en la política, sino la red, internet, y en particular las redes sociales. Ahora, cualquier político que se precie ha de tener muro de Facebook y cuenta en twitter, desde donde procede a intervenir al instante en cualquier tema que considere de su incumbencia electoral. Recuerdo hace años al primer político que abrazó la causa digital, González Pons, aventajado a su época, hace casi una década, cuando publicó incluso un libro de poemas que enviaba en forma de mensajes de móvil.

Dado que ahora estar en las redes es una obligación, son los políticos más importantes los que mayor número de seguidores fomentan. Obviamente, queda claro que son los equipos de comunicación y posicionamiento de los líderes los que hacen el trabajo proletario, no obstante lo cual se cuelan entre los que más «followers» cuentan otros no tan notables pero muy activos como Gabriel Rufián, Miguel Ángel Revilla o Toni Cantó. Cuanto más jóvenes, más activos y con mayor desparpajo, como es el caso de P ablo Iglesias y el conjunto de la tropa de Podemos, o personajes como Carles Puigdemont o Pedro Sánchez, ausente su voz en los parlamentos por diversas razones y condenados por ello a darle a la tecla del twitter para ir fijando posición.

Los socialistas, que pueden sacar pecho de sólida historia parlamentaria, sufren en la actualidad una sequía preocupante. En el Congreso han confiado su suerte oral a una diputada independiente y poco dotada para la ironía, Margarita Robles, en sustitución de José Luis Ábalos, la gran sorpresa de la legislatura, convertido en látigo retórico del izquierdismo y el nacionalismo desatados en los flancos del partido. En Valencia, en cambio, uno de los últimos buenos oradores, el abogado Manuel Mata, parece sin sitio en un momento crucial para elaborar un argumento en palabras con tirón electoral. Lo mismo le pasa a nuestro presidente, Ximo Puig, más dotado para las distancias cortas, o a Mónica Oltra, cuya pegada solo parece eficaz cuando juega el papel de activista opositora y enfundada en camisetas mayosesentaochistas.

En el campo conservador, todo queda en manos del comandante Rajoy, el único superviviente. Gracias a la palabra heredó el aznarismo -que no fue retórico por más que a Aznar le gustara la poesía-, pero desde su liderazgo no ha fomentado a las personalidades más hábiles para el parlamento, antes al contrario. Rajoy ha ido eliminando nobles del partido, desleales o alternativos, y por si no bastara, las causas por corrupción han laminado las últimas cabezas visibles del Partido Popular. Particularmente desolado es el panorama valenciano, donde el último/a deberá apagar la luz. Tal vez María José Catalá sea su bala en la recámara.

Todo ello mientras las cifras actuales sobre el uso de los smartphones resultan espectaculares, con España en cabeza de usuarios per capita. Lo inventan ellos, desde luego, pero lo usamos nosotros más que nadie. En menores de 40 años las cifras se disparan, hasta el punto que el acceso a internet ya es mayoritario desde los móviles. Y son los vídeos, aunque más de la mitad se ven sin voz, los formatos mayormente visitados por los jóvenes. Lo cual nos lleva a concluir no una muerte definitiva de la palabra, si no su transformación en un mero titular, encabezamiento o índice -que no un eslogan como pretendió la publicidad- del inmenso surtido de imágenes que los jóvenes consumen, a bastante más de 24 «frames» (fotogramas) por segundo que fue la velocidad clásica del cine hablado de toda la vida.

No sabemos si será mejor o peor, llegado el momento dará igual, lo que parece impepinable es que se está alumbrando un mundo sensiblemente distinto y que será visual, aunque en él las palabras serán herramientas de apoyo para la navegación por entre las imágenes.

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