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Voro Contreras

Un debate eurovisivo

Arden las redes, que diría aquel, a cuenta de Eurovisión. El antaño concurso canoro un tanto hortera se ha convertido en una cita cultural de primer orden que merece sin duda miles de millones de palabras (como estas) en medios de comunicación tanto digitales como de los otros (como éste). De todos los debates que han surgido al calor del certamen (los de geopolítica y paletopolítica incluidos) el que más me ha interesado es el de si Eurovisión debe ser analizado desde una perspectiva musical (¿Ha merecido ganar la chica israelí de desaforado mohín o era mejor el sucedáneo chipriota de Beyoncé?) o como mero espectáculo pirotécnico concebido para mayor gloria de los programadores y de los fabricantes de banderitas.

Desde el sábado he visto en Facebook enconadas discusiones al respecto. Y después de leerlas he llegado a la conclusión de que muy pocos se atreven a defender la calidad musical de Eurovisión. Los contrarios al concurso lo tienen claro: la canción que no es garrula es cursi, y la que no es cursi es sosa. Y los favorables -en algunos casos, gente en la que suelo apreciar un plausible criterio cultural, pero que cuando llega el certamen muestran un entusiasmo un tanto sobreactuado-, prefieren fijarse en otras cosas como la realización precisa, la efectividad televisiva y el espectáculo por el espectáculo.

Después de unos años sin asomarme al asunto, el sábado decidí sentarme ante el televisor para ver y escuchar el Eurovisión. Y como se me da tan mal esto de opinar, visto lo visto le voy a dar la razón a ambos bandos. El espectáculo fue la mar de entretenido: pasaban muchas cosas y muy rápidamente (por lo menos hasta que salió el sosainas portugués que ganó el año pasado). Musicalmente -y salvo excepciones- el repertorio me pareció regulero tirando a malo, pero como quedó patente en el «Cachitos» eurovisivo que se emitió a continuación, hace ya mucho tiempo que esto viene siendo así. Por lo tanto, no hay de qué preocuparse.

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