Joschka Fisher publicaba hace unos días un artículo titulado Esperando a Alemania sobre el que conviene reflexionar. Ignoro cuándo lo escribió. El caso es que el 8 de mayo, unos días antes, Trump anunciaba su retirada del pacto nuclear con Irán. Debemos leer el artículo de Fisher a la luz de esta decisión, de la que no sabemos su reversibilidad. Hace poco, el duelo era con el Presiente coreano. Hoy apreciamos un idilio con él. Así que podemos preguntarnos por la consistencia de la política de Trump. El hecho de que el Presidente americano se expresara con dureza contra John Kerry por mantener contactos secretos con Irán, es significativo de que no todas las elites americanas están en ese escenario. Pero tenemos sobradas razones para ser pesimistas. El artículo de Fisher conviene leerlo desde ese pesimismo.

En USA, el populismo militarista todavía es una política bien recibida. Nunca ha gozado Trump de más apoyo popular en las encuestas que cuando ha extremado la transformación de su política exterior. Si las encuestas responden bien a este clima, parece razonable concluir que el curso de conducta que ha iniciado Trump lo va a seguir, pues los principales actores perciben que la gente aprecia estos gestos. Cambiar la política de Estado es algo sumamente complicado, pero sólo personajes como Trump pueden hacerlo. Ahora bien, una vez se echa a andar por una senda de conflictividad, ya es muy difícil no seguir esa lógica. Me temo que Trump está haciendo un trabajo para las presidencias que le seguirán y que el rumbo que marque sea irreversible. Y me temo que el giro radical en Corea del Norte forma parte de una elección razonable según ese rumbo.

¿Dónde aplicar la mayor intensidad de fuerza en el conflicto decisivo? Esta es la cuestión. Y cualquiera está en condiciones de darse cuenta de que no se puede aplicar la mayor intensidad en el conflicto de Corea. Entrar en escalada en Corea no eliminará el conflicto en Siria. Pero no habrá intensidad con dos conflictos a la vez. Por tanto, la elección era clara: apostar por el conflicto inevitable. Y ese terreno es Siria. Es el conflicto en el que se tienen aliados decisivos y del que, una vez iniciado o intensificado, se sigue más daño para el enemigo, más beneficios exclusivos para los amigos, menos ventajas para los competidores y menos oportunidades para los indiferentes. Lo más inquietante del caso, y lo que hizo declarar a Merkel que Europa ya no puede fiarse de USA, es que sabemos que los europeos nos situamos en la tercera de estas categorías.

De la intensificación del conflicto con Irán no puede seguirse más que inconvenientes para Europa. No sólo se trata de perder un buen negocio a través de las inversiones en los grandes hallazgos de gas natural en Irán, en las que están implicadas importantes empresas europeas. La industria de paz iraní sólo puede beneficiar a Europa como socio. Esto no lo puede ver con buenos ojos Israel. Por supuesto, un Irán en crecimiento impondrá una presencia en Siria y Líbano más intensa. Y ese es un motivo adicional para que Israel no pueda permitir esa opción. En tercer lugar, hay también yacimientos de gas en la costa de Siria, y entregar su explotación al control de Teherán parece darle demasiada ventaja a Irán, que en una alianza estrecha con Rusia podría manejar el mercado de gas en esa zona. Turquía, por su parte, no obtendría de ello ventaja alguna. En suma, esta posibilidad inquieta tanto a Arabia Saudí como a Israel, que de hacer de Siria un país fallido, como ya lo es Líbano, podría aspirar a explotar esos recursos.

Al poner toda la intensidad conflictiva en Irán, Trump beneficia a sus aliados exclusivos, que de forma increíblemente paradójica son Arabia Saudí e Israel. Al responder a una situación de riesgo extremo con un régimen semi-dictatorial, Turquía se olvida de sus pretensiones europeas y se entrega a un juego que es excepcionalmente oportunista: que ningún actor bélico tenga una victoria rotunda, que todos queden debilitados al máximo, que todos tengan que reconocerla como potencia de la zona y que los kurdos sigan fragmentados. La consecuencia de todo ello es que Europa no tendrá posibilidad de intervención económica y política en Oriente Medio. Perdió la opción de una alianza estrecha con Turquía, y ahora no se le consentirá tenerla con Irán. Ni puede alterar la línea política de Israel, ni puede intensificar su relación con Arabia. En suma, tiene una frontera de la que solo le pueden venir problemas con su desestabilización, sin capacidad alguna de intervención para ordenarla.

El escenario más probable es una intensificación del conflicto en suelo sirio para que Assad no regrese al pleno poder y se desgaste indefinidamente en su defensa. Es improbable que el conflicto llegue a suelo iraní, pero en ese escenario de guerra interpuesta, una incursión israelita en territorio iraní para bombardear las instalaciones nucleares de Teherán se torna probable. De este modo se asume que la única potencia nuclear de la zona será Tel Aviv, y se da un aviso a las monarquías del golfo para que no se lancen a imitar el régimen de Teherán. Por supuesto, la consecuencia de este curso de conducta es presionar a la población persa para volverse contra los ayatolás, pues si algo parece haber asumido la diplomacia de Trump es que el cambio de actitud hacia Teherán ha de implicar un cambio de régimen.

En todo este negocio, Europa no tiene cartas ni de Trump ni de Putin. Del conflicto sólo puede venir otra crisis de refugiados que pondría a los Balcanes ante una evidencia: que sólo Rusia puede ser un poder protector en la zona. Esa evidencia remontará el Danubio aguas arriba, desde Belgrado hacia Bucarest y Budapest. Y de este modo, la geopolítica de la guerra fría estará a punto de recomponerse plenamente, ahora bajo el fundamentalismo ortodoxo y el nacionalismo ruso. Cuando en el resto del continente vemos que el nacionalismo de la Liga italiana, el catalán, el polaco, el húngaro impiden las políticas europeístas, comprendemos que el cambio de rumbo de nuestra política, algo que sólo podrían hacer líderes de fuerte personalidad, resulta inviable. Que Berlusconi tenga que ser rehabilitado aprisa y corriendo para impedir que se forme un gobierno antieuropeo en Italia, ya testimonia el tipo de soluciones de urgencia de las que tenemos que echar mano.

Pero volvamos al artículo de Fisher. No creo que el problema sean los avaros del Bundesbank. El problema es político. Pero no ante todo de nuestros líderes, como testimonia la esterilidad repetida del gesto bonapartista del presidente de Francia, que elección tras elección conduce al mismo fracaso. El problema es que las poblaciones europeas son poshistóricas, no entienden el mundo como un juego geoestratégico y no tienen sentido alguno para un futuro que nos haga volver a las situaciones de riesgo existencial del pasado. Su reflejo de seguridad es pequeño-burgués y sólo tienen sentido del peligro ante los refugiados y emigrantes, lo más cercano a ellas. Sólo pueden imaginar un futuro encerrados en sus pequeños guetos nacionales en los que envejecer y morir sin otro horizonte que mantener sus ahorros. Esto es lo que representa el Bundesbank y lo que impone a los políticos europeos la conciencia de que perderían las Elecciones de no vincularse a esos valores mayoritarios.

Por eso no estoy del todo de acuerdo con Joschka Fisher. No se trata de aumentar el presupuesto militar europeo. El viejo continente ya no puede andar otro camino que el de la paz. Sólo está a nuestro alcance una política defensiva. En este sentido, difícilmente veremos una causa de intervención como si fuera nuestra. Esa causa alteraría el statu quo y abriría la historia. Y para eso no estamos todavía preparados.