Todo apunta a que se ha puesto en marcha el borrador para obtener la Carta Municipal de Capitalidad de la ciudad de València. Un documento que necesitará de una larga tramitación en la que se incluye como referencia final, la necesaria aprobación de les Corts Valencianes. De los resúmenes publicados se pueden extraer claras ventajas: una notable autonomía, una ampliación de las competencias y, asimismo, una mayor disposición de recursos económicos para poderlas cumplir. En el ámbito de la cultura, se hace referencia a destacar el valor del Archivo Histórico Municipal y subrayar la importancia de las Fallas, recientemente consideradas como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Un conjunto de argumentarios y de propósitos, aprobados por todos los grupos políticos, que tienen una vocación finalista: el beneficio de los ciudadanos.

Tal parece, una necesaria declaración de intenciones, justificada por el significado histórico de la ciudad, por el número de sus habitantes, la riqueza per cápita y la importancia de su patrimonio.

Sin embargo, a mi juicio, una vez ya bien adentrados en el siglo XXI, ante un asunto de tan importante magnitud, una ciudad que aspire a alcanzar una consideración global de ese calibre, debe poder presentar, además, un conjunto de valores capaces de precisar mejor lo que podemos interpretar como su propio relato, entendido como un conocimiento estructurado de su propia realidad, pero, asimismo, como un proceso dirigido hacia sus hipotéticos objetivos, sin excluir los utópicos; e incluso, los posiblemente, inalcanzables.

No es fácil determinar el conjunto de factores que intervienen en la conformación de un proceso para que pueda ser definido como tal. Hasta el punto, de que la municipalidad no deja de ser uno más entre los muchos existentes; porque es obvio que en la ciudad se enlazan y se entrecruzan todas las administraciones posibles, pero también determinan su sentido, otras muchas instituciones importantes, vinculadas a la enseñanza, la salud, la cultura, la ciencia, la religión, las decisiones privadas y, como no podía ser otro modo, a la sucesión de aspiraciones, actitudes, iniciativas y conductas de todos sus ciudadanos. Por tanto, los vínculos de un relato son una enorme sucesión de responsabilidades compartidas.

Pero en el universo de la globalización hay elementos a los que se debe aspirar, en especial, aquellos relacionados con los comportamientos éticos de la colectividad que aparecen en los idearios comunes de los países avanzados de occidente, y que comienzan con el respeto a los demás, y que incluyen la búsqueda de la «excelencia», comprometiendo a un conjunto de ámbitos en los que resulta evidente que la carga no pesa en todos por igual, porque no es equivalente la trascendencia social de cada una de las decisiones.

Parece evidente, que entre los elementos que configuran un imaginario, la cultura, como conjunto de valores compartidos, adquiere un significado especial. Es en este punto, pues, en el que cabe plantearse, si aquellos que han redactado el documento se han respondido a preguntas, a mi juicio, oportunas, para que València llegue a ser reconocida como una ciudad igualmente admirada y respetada, como lo fue, y lo es, en distintos ámbitos históricos y patrimoniales. Entre otras muchas posibles, deseo proponer ciertas cuestiones: ¿Tenemos, en estos tiempos, acaso, infraestructuras proporcionalmente dotadas a las necesidades y a las capacidades existentes? ; ¿facilitamos los cauces suficientes para que los gestores y los actores culturales, sean los mejor dotados entre todos los posibles?; ¿permitimos, para poderlo lograr, unas condiciones de acceso, libres para todo el mundo, e internacionalmente homologables?; ¿estamos favoreciendo el beneficio a una cultura orientada?; ¿protegemos, en la medida adecuada, a la ciencia y al conocimiento?; ¿ejercitamos colectivamente, una independencia suficiente? No es difícil entrever, que en el caso de que aún quede por recorrer un determinado camino en estos u otros territorios importantes, se debería pedir atrevimiento para que puedan incluir en el escrito, sus propósitos de revisión y también sus objetivos, porque de no hacerlo, si se da esa circunstancia, sería un grave error transmitir una imagen simbólica exultante e incompleta, entre otras cuestiones, porque permitiría extender en la conciencia un nivel de calidad por debajo de lo que parece exigible.

El desarrollo tecnológico y la facilidad de los desplazamientos, está permitiendo la existencia de un fluido intercambio de valores, que se pueden producir desde el propio territorio urbano; lo que supone que, cada vez en mayor medida, se puede hablar otra vez de la «Europa de las ciudades», un concepto que en modo alguno es nuevo entre nosotros, especialmente, si tenemos la oportunidad de echar una breve mirada retrospectiva ante nuestra propia historia.

Como es sabido, durante la baja Edad Media, València se convirtió en un espacio propicio para la riqueza y para una mayor libertad a través de limitar el poder feudal y de facilitar a sus habitantes la posibilidad de cambiar su propia condición, conformando un lugar abierto al trabajo, a la iniciativa y a la oportunidad. Así se creo su prestigio en un ambiente europeo esencialmente urbano, sin tenerse que imponer; y lo consiguió de un modo semejante, a lo largo y ancho de todo nuestro territorio. Ahora, muchos siglos después, formando parte de un mundo globalizado, vuelve a emerger la Europa de las ciudades y, como entonces pero, con una responsabilidad mayor, podemos estar, o no, en otro momento crucial, dependiendo del camino que consideremos elegir. Aún estamos a tiempo para poderla desarrollar como una urbe participativa y abierta; o, asimismo, como una colectividad ensimismada, introspectiva, y resistente ante cualquier competencia cultural foránea.

Como la historia ha ido desgranando, para que una ciudad tenga un sólido relato, debe proponer actitudes progresivas que superen cualquier intento de reducir la libertad, la «excelencia» y la eficacia, en aras de la proximidad, la afinidad, o las limitaciones ideológicas.