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Te quiero. Bórralo

Nos tomábamos unos pinchos. Amigos, compañeros. Todos sentados en una mesa alta con los teléfonos listos para ser desenfundados en cualquier momento. Brr, brr, brr, vibra el móvil de uno. «Mi amor» en la pantalla. Él ignora a su amor y le preguntamos si es su mujer. Afirmativo. Como ya llevamos un buen rato tapa va, tapa viene, se ha roto el muro de la formalidad. «¿Estás enamorado?». Silencio. «Llevamos años juntos. Son muchas cosas en común. Hijos, hipoteca, familias». Basta buscar el palabro amor en el diccionario para saber que el término hipoteca no figura en su definición. Al menos, técnicamente. Dudo sobre si decimos lo que sentimos o, y no sé si es peor, sentimos lo que decimos.

No seré yo quien deje de loar los beneficios del WhatsApp. Compartir una ubicación es el no va más. Entenderla me eleva, particularmente, al estadio de diosa de la tecnología, pero la mensajería instantánea no ha facilitado la fluidez de la comunicación. Nos hemos vuelto controladores, controlados y susceptibles. Frustra pasar minutos eternos con la vista fija en un escribiendo y recibir un mísero «OK», se pierde el tiempo con cadenas de propósitos y entender el significado de cada emoticono no es siempre fácil. No sé si el que llora lo hace de risa o de pena. Si el de gesto tristón es porque está decepcionado o trata de transmitir algo parecido a la ternura, la nostalgia y el cariño. Capítulo aparte cuando las manos entran en acción. Me pregunto si las palmas juntas son la muestra de que al emisor le ha dado por rezar un padrenuestro, pedir algo por favor o mostrar admiración. No sé si el de manos al frente y pulgares unidos debe usarse para transmitir devoción o sanación y desconozco las diferencias entre el corazón lila, rojo y amarillo. No hay emoticono capaz de transmitir el deseo o las ganas de descubrir a alguien. En ese territorio solo son aptas las palabras. O las miradas.

El mejor ejemplo de cómo ser una jefa de la comunicación emocional me lo dio una niña de siete años. Salió del colegio y le dijo a su madre que, por fin, le había dicho al niño que le gustaba que le quería. «No le quiero como a ti, pero estoy bien si le tengo cerca en el comedor. Si yo le quiero tiene que saberlo». Y ya está. Feliz sin esperar nada a cambio. Sin miedo. Valiente y con una relación cerebro-corazón coherente. Olé. Un día recibí una notita en el colegio. La encontré en mi pupitre. Ponía «Te quiero. Bórralo». Nunca supe de quién era. Deseé que la hubiera escrito el chico del que estuve enamorada casi una década y apenas me miró a la cara. Si te aman pero te piden que lo borres, casi es mejor no haber sabido quién fue esa alma en pena. Aunque eso se aprende con los años.

Es fácil explicar la inflación, las políticas retributivas o los impuestos progresivos. Basta con ponerle empeño. Lo difícil es removerse las entrañas e ir al fondo de la cuestión. Decir «mi amor, a pesar de que estoy aburridísimo de pagar contigo la hipoteca, sigo creyendo en nosotros», «me muero por conocerte mejor» o «te quiero, díselo a todo el mundo». Es difícil, pero nadie dijo que fuera fácil. De lo que estoy convencida es de que es muy, pero muy gratificante.

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