Próximo ya el verano, que la vida actual y nuestro permisivo clima anticipa y prolonga cada vez más, parece éste un buen momento para recapacitar sobre el estado de nuestras playas y sobre las acciones para la conservación y mejora que precisan estos terrenos del litoral marino tan integrados hoy en nuestras vidas.

Sin apenas solución de continuidad, en diciembre del pasado 2016 y enero de 2017 alcanzaron las costas valencianas dos temporales, que pese a su fuerte magnitud con olas de 5 m, no podemos calificar de extraordinarios, que vaciaron de arena las playas y sembraron la inquietud en todo el sector turístico del que depende más de un diez por cien de nuestra actividad económica. Los aportes de arena y reposición de instalaciones y servicios que realizaron las distintas administraciones por vía de emergencia paliaron en buena medida los daños causados, habiendo dispuesto finalmente de unas playas de calidad suficiente, que con la mejora de economía han contribuido a atraer y alcanzar cifras récord de visitantes.

Pero debemos extraer de estos temporales una enseñanza: las playas son un sistema frágil, propenso a la rotura. No siendo posible actuar sobre el clima marítimo para impedir o atenuar los temporales, es obligado saber qué acciones podemos desplegar sobre las playas, sujeto pasivo de estos fenómenos meteorológicos, y activo de nuestra economía, para asegurar su permanencia.

La difusión de imágenes de playas engullidas por el mar, tomadas durante el temporal o en los días inmediatos y su contraste con la extensión de arena de la misma playa que guardamos en nuestra memoria visual, en ausencia de más información, conduce a la opinión pública a creer que se ha perdido una porción de terreno que ha existido siempre de manera naturalmente estable junto al mar, y que es necesaria la acción del hombre para recuperar la playa desaparecida por ser el hombre el responsable de esa desaparición.

Siendo básicamente cierta esta afirmación, no podemos conformarnos con acciones sobre los efectos sin considerar actuar sobre la causa última del deterioro progresivo de las playas que no es otra que la reducción de los acopios de arena que darían estabilidad a estas estructuras naturales de la costa.

Por su parte, el uso recreativo de las playas, que tanto se ha desarrollado con el crecimiento del turismo, y la necesidad de ser destinadas y acondicionadas para el ocio y el baño, han relegado a segundo término la función amortiguadora del oleaje, que es la función principal de las acumulaciones costeras de arena. De esta forma las infraestructuras y equipamientos construidos con olvido de la morfología natural de la playa le han dificultado disipar la energía de los temporales, hasta propiciar su propio colapso.

Contra los dos males señalados hay que actuar. La escasez de arenas tiene orígenes variados, remontándose algunos siglos atrás: El abancalamiento de montes, la regulación de los ríos, la fijación de terrenos por la agricultura o la reforestación, que tantos beneficios producen, son también causa de empobrecimiento de las playas.

La urbanización de terrenos contiguos a la costa con infraestructuras viarias, paseos marítimos y edificaciones residenciales, ocupando depósitos de arenas que parecían alejadas de la orilla del mar y por ello zonas de playa no activas, con frecuente destrucción de los cordones dunares cuya función estabilizadora se desconocía, ha incrementado la fragilidad de un sistema flexible como es el costero, propiciando su rotura. A analizar estos dos problemas dedicaremos los próximos artículos.