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Alboraya, una cosecha de mezquitas-ermitas

Hay que sobrevolar Túnez, recorrer por tierra Omán y adentrarse en sus oasis respectivos para entender la fértil huerta de Alboraya, con sus abundante «cosecha de ermitas», como acertadamente describiría Luis. B. Lluch Garín, maestro del reportaje periodístico y la oratoria.

El escritor arribó un día al pueblo con la intención de escribir sobre sus «cuatro ermitas» y se llevó la sorpresa de salirle al menos una docena e indicios de algunas otras de las que sólo quedaba un lejano recuerdo. La gran cantidad de ermitas para un solo pueblo tiene una antiquísima explicación. Los musulmanes son muy dados al rezo varias veces al día. Y nuestros antecesores, para no perder tiempo de sus horas de labor, construían diminutas mezquitas cerca de sus campos. Ello les evitaba ir a la mezquita del pueblo.

Expulsados nuestros paisanos y convecinos valenciano musulmanes por no renunciar a su fe y religión, sus mezquitas fueron tomadas por los cristianos y convertidas en templos de la nueva religión imperante, siendo éstas dedicadas, advocadas e intituladas a las más populares devociones cristianas que venían con los reconquistadores y repobladores. Había mezquitas de todos y mezquitas de los moros ricos en sus alquerías.

Por ello, en Alboraya hay, ha habido, ermitas de todos y ermitas de las masías de los potentados. Se siguió la costumbre religiosa en sus diversos formatos sociales. Una ruta de las ermitas nos llevaría a reconstruir esa historia devocional de este encantador pueblo.

La ermita de san Cristóbal es botón de muestra de las vinculaciones en la tradición oral con los tiempos de moros. El ermitorio es una isla en medio campos perfectísimamente labrados, que arañan con avaricia sus paredes y cimientos. Su fachada principal mira al mar, al sureste, a la Meca, como todos los templos árabes. Los viejos del lugar cuentan que, en tiempos muy antiguos hasta allí llegaba el mar, donde fue desembarcada una imagen de san Cristóbal traída en tiempos de los moros, la que enterraron para que ésta no fuese destruida. Era la cuadra de una alquería en la que los animales estaban siempre inquietos. Descubrieron en tiempos cristianos la imagen y edificaron el ermitorio, sustituido por el actual en 1883. Después de la guerra del 36 hubo que restaurarlo de nuevo.

En el vademécum ermitaño alborayense figuran: la de San Agustín y Santa Mónica (apenas unos escombros y la imagen de la santa en la parroquia de su nombre en València son su memoria); la de la Mare de Déu dels Dolors (que lució siempre «acroterio con una espadaña en su centro y una cruz de hierro» integrada en una casa señorial agrícola); la de san Francisco (dentro de la alquería del Machistre, de la que se vislumbra testimonio en su espadaña y reloj de sol como heroicos indicios); la de la Masía del Sec (con algunas pinceladas arquitectónicas de la ermita que albergó); la de santa Bárbera (cuya portada al ser construida semejaba la de una barraca, datada en 1879, partida de Saboya); la del Crist de les Ànimes (en la masía de Vilanova, de la Confraria de la Purissima Sang, imagen muy venerada); la de la Verge del Pilar (de planta y torre cuadrada, muy dañada en la riada de 1957; la del Sagrado Corazón de Jesús (en la masía del Retor, a los pies de la torre cuadrada de la masía)?

Y la reina madre de todas las ermitas, la más viva y famosa Ermita dels Peixets, dedicada a recordar el Miracle dels Peixets, centro de la tradición y signo de identidad religiosa de Alboraya, prodigioso hecho ocurrido hace 670 años. Estuvo a punto de ser derribada cuando se construyó la autopista de Puçol, la que ahora quieren volver a ampliar una vez más, la suerte quiso que la respetaran. En ella, todos los lunes de Pentecostés, esta vez el 21 de mayo, Alboraya rememora el milagro, hace una gran fiesta popular, y en algunas alquerías lo festejan con la suculenta paella de «fetge de bou».

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