No hay toponímico capaz de encerrar el alma humana y los nombres del pueblo, la ciudad, la región, el país, el continente o el planeta en que nacimos o en el que vivimos o viven nuestros familiares y amigos, no deberían bastar para definir a nadie. Por eso me resulta tan difícil entender la mentalidad de los nacionalistas y menos aún comprender a los racistas y xenófobos y darles mi voto. Estoy absolutamente convencido de que todos los seres humanos somos miembros de una misma especie, el género humano al que aludían los cantos de nuestros mayores, y de que no tiene el menor sentido establecer marcas ni fronteras que separen a unos de otros. Por eso me duelen los muros de Gaza o la muralla que el Sr. Trump quiere construir para desgajar el continente americano, abriendo una herida en su territorio, imagino que con la esperanza de que esa nueva agresión allane su carrera hacia la obtención del premio Nobel de la paz.

Puedo entender que alguien, en alguna situación puntual, sienta nostalgia de los olores e imágenes de su infancia o adolescencia y los asocie a un lugar determinado en el que fue enormemente feliz, o al menos joven; de la misma manera que echamos de menos al familiar o al amigo que murió, aunque su memoria siempre viva en nuestro recuerdo. Entiendo que sea enormemente gratificante el sonido de la lengua en que soñamos y amamos y hasta puedo comprender que tenga un valor especial para alguien, aunque no quiero imaginar que ese sentimiento pueda ser excluyente de otras sonoridades.

Lo que se me antoja impensable es el desprecio, cuando no el odio, a lo diferente, a quienes no comparten nuestras ideas o nuestra lengua, a quienes nacieron , viven o sueñan en otros lugares y por eso me duele que alguien se ampare en grandes ideales como la libertad o la justicia desde el supremacismo y el odio. Menos aún puedo entender que envuelvan su discurso en retóricas izquierdizantes, ignorando los valores de igualdad y solidaridad que acompañaron a los movimientos ciudadanos y obreros en la búsqueda de una sociedad más justa.

Los populismos, nacidos de la crisis, han espoleado lo peor del alma de gentes desesperadas, expoliadas de los medios para mantener a sus familias por un capitalismo desenfrenado que se ampara en una clase política corrupta y eso les ha conducido al racismo, a la xenofobia y al nacionalismo. No lo duden, esos nacionalismos exacerbados son hijos de la insolidaridad y del odio y pueden dar al traste con el proyecto común europeo y la paz mundial. Recuerdo que el profesor Antonio Ubieto explicaba los períodos de agresividad e intolerancia en la edad media como fruto de la hambruna y de las crisis económicas. No dejemos que las circunstancias adversas nos degraden como seres humanos y tratemos de reconstruir la clase media de este país desde la solidaridad y la generosidad porque no hay fórmulas de salvación individuales sino colectivas.