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Zaplana, el hombre al que atrapó su sombra

Vaya por delante que soy de los que lamentan la detención de Eduardo Zaplana. Desde 1981, en que ambos empezábamos a dar en Benidorm los primeros pasos, él en la política, yo en el periodismo, hemos mantenido una estrecha relación, de la que no voy a ser tan hipócrita como para renegar ahora que el árbol ha caído. Una relación no exenta de esquizofrenia: porque ha sido de respeto y aprecio en lo personal y de radical y absoluta discrepancia en lo político, tanto en las formas como en el fondo, que se reflejó página tras página durante los doce años que mediaron desde su elección como presidente provincial del PP de Alicante, en 1990, hasta su marcha a Madrid, en 2002. No estoy, pues, entre los muchos que hoy se habrán alegrado de que le hayan puesto grilletes, lo cual tampoco significa que no crea que no deba pagar la pena que le corresponda si se demuestran los hechos de los que los investigadores le acusan, tan graves como para llevar a su arresto y al registro de sus casas.

Tengo escrito que no hay en el mundo nada capaz de avanzar con la velocidad y la resistencia con la que se mueve el pasado: por mucho que creas que lo has dejado atrás, siempre te acaba alcanzando. En el caso de Eduardo Zaplana, más que el pasado ha sido su sombra la que le ha atrapado. Porque Zaplana siempre hubo dos: uno, el político de aspecto juvenil (incluso ahora que ya ha rebasado los sesenta y enfrenta una grave enfermedad), que copiaba frases de los discursos de Kennedy y de Martin Luther King y las repetía con la misma convicción que si las hubiera parido; el líder aparentemente accesible al que cuando nadie le conocía en València pero ganó las elecciones un año antes de que Aznar lo lograra en Madrid, bauticé, tomando prestada la definición que otros hicieron antes de Adolfo Suárez, como el encantador de serpientes, capaz de irse a cenar con el enemigo y conseguir que el enemigo le invitara a casa a dormir; el hombre que tenía interlocutores en todas partes, en los medios (algunos de los que ayer ya se lanzaban como lobos al olor de la presa son los mismos que antaño nos reprochaban que no sabíamos valorar el «milagro» valenciano), en la patronal (la de antes y la de ahora), en los sindicatos y en la política: Rubalcaba y Zapatero, por supuesto; pero también en los últimos años Pablo Iglesias (sí, Pablo Iglesias) y desde luego Albert Rivera, de quien estaba mucho más cerca que de Mariano Rajoy.

Ese era un Zaplana. Y el otro era su sombra, alargada y oscura. Su vida política ha sido un combate permanente por escapar de ella, desde que su nombre apareció en aquellas famosas escuchas del «caso Naseiro», en las que hablaba de la necesidad que tenía de conseguir mucho dinero para mantener la vida que quería llevar, Opel Vectra incluido. Aquel fue el primer gran escándalo político nacional con tintes modernos: ni existía internet ni, obviamente, redes sociales; ni siquiera había televisiones privadas. Pero el semanario que entonces dirigía Pablo Sebastián, El Independiente, regaló la transcripción encuadernada de las conversaciones grabadas, y las estructuras del recién nacido PP temblaron de arriba abajo. El informe que a la carrera elaboraron Alberto Ruiz Gallardón y Federico Trillo proponía la inmediata expulsión del tesorero, Rosendo Naseiro; el vicesecretario general, Arturo Moreno; el concejal origen de las grabaciones, Voro Palop, y el presidente de Alicante, Eduardo Zaplana. Aznar echó a los tres primeros y, sin embargo, apadrinó y catapultó la carrera del benidormense, pero no creo que haya habido ni un solo día en las últimas tres décadas en que aquellas conversaciones no hayan perseguido a Zaplana, hasta el punto de quedar como suya en la cultura popular (y en la profesional: ayer la repitieron Pepa Bueno y Joaquín Estefanía en la Ser) una frase que jamás dijo, la famosa «estoy en política para forrarme». Quien la pronunció realmente fue Vicente Sanz, que acabó teniendo que responder ante los tribunales no sólo por corrupción sino por acoso sexual, pero Zaplana nunca se la ha podido quitar de encima.

Ni la frase, ni el manto de la sospecha que era la sombra a la que me refería. Toda su actuación en la Comunitat Valenciana estuvo desde el primer día envuelta en ella. Como alcalde de Benidorm se presentaron contra él doce denuncias, ninguna de las cuales prosperó. Como jefe del Consell las acusaciones de componendas fueron permanentes, pero tampoco lograron minarle, incluso cuando muchos de sus grandes proyectos empezaron a hacer aguas: Terra Mítica, Ciudad de la Luz... o cuando empresas públicas como el Ivex o Ciegsa dieron señales alarmantes. Al contrario, arropado por buena parte de la clase dirigente valenciana, que tantos beneficios obtuvo de su gobierno, tuvo la oportunidad de reirse cuando el que acabó entrando en prisión fue, precisamente, aquel a quien la derecha ilustrada valenciana y una parte importante de la izquierda habían presentado como verdadero líder carismático y honesto: el que fue alcalde de Orihuela y conseller, Luis Fernando Cartagena. Y aún vio caer políticamente a sus otros dos grandes enemigos, Rita Barberá y Francisco Camps, antes de que ayer fuera a él al que le pusieran las esposas. Quien siempre tuvo como norma irse de los sitios antes de que pudieran echarle (ejerció menos de un mandato de alcalde, menos de dos de president de la Generalitat, apenas dos años de ministro y sólo una legislatura de portavoz en el Congreso) no calculó, paradojas de la vida, que iba a ser precisamente cuando no estuviera bajo los focos de la luz pública, justo en ese momento y no antes, cuando su sombra le acabaría cogiendo. Y eso que seguro que la vio venir enseñando los dientes el mismo día en que el juez Eloy Velasco (otro ex alto cargo de la Generalitat nombrado por él y luego reincorporado a la judicatura) enfiló la recta final del caso Lezo, por el que está encarcelado su amigo, el expresidente de Madrid Ignacio González.

Es pronto para saber el recorrido judicial que tendrán los hechos denunciados, el cohecho (lo que inevitablemente remite a su etapa al frente de la autonomía), el fraude y el blanqueo de capitales del que le acusa la Fiscalía. Nadie es culpable hasta que un tribunal lo sentencia. Pero si el golpe para él de ser detenido, de ver cómo arrestaban también a algunos de sus mejores amigos y colaboradores durante los últimos treinta años, ha sido ya tan terrible como personalmente definitivo, más demoledor es el que en términos políticos recibe su partido, que ayer se apresuró a darle la baja. Porque en el imaginario colectivo del votante del PP, si hay una Edad de Oro, esa es la que se corresponde con la etapa de Aznar gobernando en Madrid y Zaplana rigiendo los destinos de la Comunitat Valenciana. Y con esto, termine en lo personal como termine, se acabó el cuento. Es un ministro de Aznar, el primer jefe del Consell que tuvieron los populares, el que ha sido detenido. No hay oro, ni incienso, ni mirra, pues: sólo queda carbón. El mismo que hay debajo de ese parque de atracciones que se construyó sobre las brasas de un paraje natural arrasado por un incendio cuyo autor jamás fue descubierto, sofocado el cual, donde antes había pinos, luego hubo un catastro poblado con los nombres de lo más granado del empresariado patrio, cada cual con su parcela. El mismo que acaba tiznando a Isabel Bonig cada vez que sale con las pinturas de guerra a buscar pelea. Porque ya no estamos en los delirios, los despilfarros de los grandes eventos, los amiguitos del alma o los cuatro trajes de Camps. Ni siquiera en la discrecionalidad culposa de Olivas. Hemos ido remontando (Agramunt, Milagrosa, Castellano, Blasco, Fabra...) y ahora ya hablamos del big bang, del minuto cero, de la propia partida de nacimiento del PP en esta Comunidad. Y resulta que fue un mal parto. A ver quién hace con ese cesto una campaña.

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