Al parecer, el trabajo del profesorado valdrá pronto un tercio de lo que vale ahora. Los teóricos de la enseñanza, desesperados por el aburrimiento y horrorizados por la perspectiva de volver a entrar en un aula, se han propuesto arrumbar todos los métodos de aprendizaje conocidos hasta el momento y elaborar otra vez la ciencia pedagógica. El pretexto es que los alumnos ya no atienden, que los tiempos que atravesamos necesitan estrategias diferentes para transmitir el saber; pero el móvil auténtico es la fruición que les produce a los referidos teóricos chapotear en la nueva jerigonza educativa, revolcar su tedio en el galimatías de las rúbricas, las autoevaluaciones, las competencias y los portfolios, cubrirse la corambre con cierta perversión lingüística que llama procedimientos obsoletos a la indolencia pura de los chavales y al abandono vergonzoso de los progenitores. La contorsión es tan ridícula como la de aquel tonto que, habiendo recibido un puñetazo en el estómago, aseguró haber propinado un estomagazo al puño de su adversario.

El caso es que las últimas y revolucionarias técnicas, consistentes en cargar el espinazo del docente con todo lo que no quiere hacer el discente, multiplicarán por tres el trabajo de los profesores, de manera que sus horas perderán en breve más kilates que la coherencia de Podemos. En cuanto se generalice la implantación de la panacea educativa que se aproxima los profesores volverán a ser aquellas figuras tristes, aquellos fantoches decimonónicos con la chaqueta raída, los codos pelados y la trasera del pantalón delgadita y brillorrona; seres pobres y atareados que languidecerán sin hacer ejercicio por falta de tiempo libre, que sobrevivirán en la penumbra del centro escolar, privados del aire y el sol, cobrando una miseria y reuniéndose obsesiva, compulsiva, frenéticamente para dilucidar, atenazados por las ojeras y el dolor de cabeza, los detalles absolutamente cruciales de alguna chorrada. Llega la nueva enseñanza y se va la vieja, que tantos ingenieros, arquitectos, lingüistas, abogados, médicos e historiadores ha dado y seguirá dando, puesto que la novedad, el cambio y el experimento se circunscribe a la gaseosa de la secundaria. ¿No será que los genios de la pedagogía, lejos de haber descubierto nada, estarán huyendo hacia delante obligados por la inmensa galbana en que la hiperconexión ha sumido a los adolescentes?