E sta noche, como todas las noches, las puertas de la valla de más de cuatro metros de altura que separan el barrio protestante del católico de Belfast, se cierran. La violencia sectaria en Irlanda del Norte, que se fue reduciendo con la firma de los acuerdos de Viernes Santo en 1998 y finalizó con el posterior desarme del IRA y de los distintos grupúsculos paramilitares lealistas, ha terminado. Pero el sellado diario de ese muro militarizado de más de tres kilómetros de longitud que parte en dos la capital del Ulster, sigue evidenciando que la convivencia en la isla de Irlanda pende de un frágil hilo que podría romperse en cualquier momento.

El temor a que vuelva la violencia entre irlandeses si se levanta la frontera terrestre en la isla, se acrecienta. Aún recuerdo el silencio atronador y la desolación que sentí, como la mayoría de los eurodiputados europeístas convencidos, cuando llegué al Parlamento Europeo aquel fatídico 24 de junio de 2016, tras conocerse el resultado del referéndum del Brexit.

Seis años después puedo decir que, tras haber participado activamente en el proceso de retirada del Brexit, los presagios más adversos relativos a las dificultades de implementación del protocolo sobre Irlanda del Norte ante el rechazo de Boris Johnson a formar parte de la Unión Aduanera como había negociado su antecesora, la señora Theresa May, se han cumplido.

El acuerdo fue validado por ambas partes. Satisfacía los requisitos de la UE para que no hubiera una puerta trasera que permitiera a Reino Unido acceder al mercado común con las ventajas anteriores a la ruptura y, para este, que se evidenciara la existencia de una frontera entre Reino Unido y la UE. Para acomodar las exigencias de ambas partes, la frontera se situó en el mar.

La frontera marina ha supuesto un incremento del 60 % de las exportaciones de Irlanda a Irlanda del Norte, mientras que las que van de Inglaterra a Irlanda del Norte han caído en picado por la burocracia que supone estar fuera de la UE. Los norirlandeses sufren el impacto de estanterías vacías o falta de medicamentos sin que todavía hayan recibido una solución a corto plazo a pesar de las propuestas de mayor flexibilidad aduanera ofrecidas por la UE.

Estos datos y la victoria del Sin Fein -nacionalistas favorables a la unificación de las dos irlandas- en las elecciones de Irlanda del Norte han puesto nervioso al primer ministro británico quien, acosado por su mala gestión, el partygate y la oposición interna en su partido, ha impulsado una ley para romper el acuerdo con la Unión Europea. Un pacto que él mismo firmó y que proclamó a los cuatro vientos como una victoria contra los europeos.

Boris Johnson ha demostrado la poca simpatía que tiene por el cumplimiento de las normas éticas y de los tratados internacionales. Su propuesta es un incumplimiento del derecho internacional intolerable que pone en cuestión el sistema multilateral que nos hemos dado, precisamente ahora, cuando más falta hace defenderlo al ser atacado por las autocracias de todo el mundo lideradas por Rusia.

El protocolo de Irlanda del Norte incluye cláusulas para corregir las posibles distorsiones, pero Johnson las ha abandonado. Las negociaciones se detuvieron en febrero. El Reino Unido no ha puesto en marcha los artículos incorporados al acuerdo para que haya un trato diferenciado a los bienes que no salgan de Irlanda del Norte y facilitar el comercio con Gran Bretaña. Y no lo hace porque así tiene una excusa para buscar enemigos externos e intentar tapar sus deplorables problemas internos.

Por ello, defiendo que la Unión Europea sea contundente en su respuesta. El protocolo tiene mecanismos para salvar los desencuentros. El diálogo siempre es el camino para superar las diferencias. El problema es que dos no pueden hablar si uno no quiere. Esta actuación de Reino Unido ha puesto en alerta a EE UU y otros socios de los británicos y de la UE que han mostrado su preocupación por este movimiento ilegal. ¿Quién se puede fiar del Gobierno británico?

Y mientras Johnson maniobra con perversos juegos de malabares para no asumir su responsabilidad, las instituciones económicas nacionales e internacionales siguen evidenciando el impacto negativo del Brexit en las cuentas británicas.

La inversión empresarial, considerada por Johnson y su ministro de Finanzas, Rishi Sunak, como la panacea a la paupérrima tasa de crecimiento británica, se encuentra a la cola de otros países industrializados, pese a todas las exenciones fiscales del Tesoro. El año que viene, según la OCDE, el Reino Unido tendrá el menor crecimiento del G20, aparte de Rusia, que se ha enfrentado ya a seis paquetes de sanciones de Occidente por la invasión de Ucrania. Johnson se ha convertido en un problema para la economía de su país, pero también para la estabilidad mundial. Por ello, la UE debe mantener una respuesta firme a este nuevo envite británico. Primero, llevando la ley de ruptura al Tribunal de Justicia de la Unión Europea en caso de que se apruebe. Y si es necesario, denunciar el caso en otras instancias internacionales. Ni un paso atrás con Boris Johnson.