Estados Unidos no tortura», declara ambiguamente Bush, con la caligrafía a prueba de fiscales especiales a que le obliga su delicada situación judicial. La calculada expresión remite a los tiempos en que la Casa Blanca debatía si las felaciones de Monica Lewinsky a Clinton eran relaciones sexuales. En efecto, Estados Unidos no tortura, porque ha subcontratado a terceros países los malos tratos a prisioneros. Washington se beneficia de la energía nuclear y de los abusos a presuntos miembros de Al Qaeda. Los residuos de ambas actividades tóxicas son exportados a geografías más complacientes. Dado que el ultraliberalismo de Milton Friedman estipula que no hay almuerzos gratuitos, los verdugos cobran por su labor. Se trata, pues, de una externalización de manual.

Estados Unidos exporta la tortura, la delega en buenas manos y paga al torturador. El mecanismo de depósito de la materia prima -supuestos terroristas contra quienes no pesa acusación alguna- se realiza sin enojosas interferencias judiciales. Eufemísticamente, la Casa Blanca se refiere a «entregas extraordinarias» o «extraordinary renditions», a países donde la tortura se incluye entre los derechos humanos. La CIA singulariza una operación realizada conjuntamente con el Pentágono, por comandos seleccionados individualmente y que responden directamente ante Donald Rumsfeld. Al menos tres comunidades españolas se han visto involuntariamente envueltas en el escándalo. El aeropuerto mallorquín de Son Sant Joan ha sido utilizado con profusión en los secuestros, así como instalaciones aeroportuarias canarias y andaluzas. Los vuelos se registraban como privados. Zapatero se ha negado a participar en la guerra abierta de Iraq, pero colabora a ciegas con la guerra sucia de Bush.

En cuanto el rumor fermentó en clamor, y los secuestrados más adelante liberados sin cargos se contaron por decenas en todo el mundo, Washington admitió las entregas extraordinarias, pero añadió pomposo que la Administración Bush exige garantías de que el país de acogida no torturará a los detenidos. El valor de esos documentos, expedidos por Libia o por una servil república caucásica cuyas infracciones en materia de libertades han sido denunciadas previamente por la Casa Blanca, es como mínimo dudoso. El delirio policial de Bush se desboca a raíz del 11-S, no se ha dilucidado todavía si los atentados actuaron de catalizador o de fenomenal coartada para sus pulsiones. Una frase pronunciada aquellos días por Cheney, «tenemos que trabajar en el lado oscuro» -tan parecida a la de González a raíz de los GAL-, adquirió valor premonitorio.

La estéril histeria de Bush y sus adláteres se concreta en la adquisición de una flotilla de aviones gestionada por la CIA, y que debía enlazar las prisiones repartidas por todo el mundo. Un Boeing-737 adaptado al uso privado se ha convertido en el buque insignia de ese ejército paralelo. El intenso tráfico de sospechosos reales o falsos ha cuajado en una especialización de los mercados receptores. Así, se aconseja Jordania para arrancar una confesión profesional, Siria es designado cuando se busca una orgía de violencia brutal, Egipto para una desaparición sin dejar rastro. La prensa internacional y las fiscalías de cuatro países han verificado con esmero la narración de los secuestrados -al menos en un caso desde Mallorca- sin ofrecerles un cheque en blanco. En varias ocasiones, los relatos han coincidido con los planes de vuelo de las cárceles volantes de Washington, que difícilmente podían conocer de antemano los secuestrados. A menudo, la impunidad se confabula con la torpeza. El ciudadano alemán Khaled el-Masri fue secuestrado por la CIA, debido a que su apellido se parecía demasiado al de un auténtico islamista. Condoleezza Rice se vio obligada a pedir disculpas a Berlín por la desastrosa operación. La tortura supone la nulidad de las actuaciones ante un tribunal transparente. Además, hasta los partidarios del tormento físico en determinadas condiciones -pues insisten en que la aplicación de descargas eléctricas no debe confundirse con mantener una potente luz eléctrica en la celda del detenido- reconocen que, en medio del sufrimiento, un ser humano confiesa los hechos más inverosímiles. En su peculiar guerra contra el terror, Washington delega las torturas mientras se desentiende de la captura de Bin Laden. En la actualidad, sólo un nuevo 11-S puede salvar la imagen de Bush, lo cual nos coloca muy cerca del atentado ficticio de la última novela de John Le Carré. En Amigos absolutos, es la víctima quien causa la destrucción que beneficiará sus expectativas. La Casa Blanca ya ha desarrollado ese argumento a gran escala en Iraq.