La decisión de la llamada justicia islámica de condenar a muerte a un periodista afgano por hacerle un reproche a Mahoma deja en poca cosa los excesos represores de otras religiones. No dudo de que en el largo historial católico de torturas se hayan producido aberraciones semejantes por parecidas faltas, ni de que le falten hoy ganas a algunos integristas católicos de actuar de modo tan brutal, pero estamos hablando de lo que sucede a estas alturas de los tiempos.

En todo caso, cuando los poderes civiles y religiosos van en una misma bolsa devienen con frecuencia en decisiones espantosas. Esto debería ser tenido en cuenta por quienes añoran maridajes de ese tipo en las sociedades modernas y consideran una perversión que Dios, es decir, ellos, sus clérigos, no manden más en nuestros destinos. Debería ser tenido en cuenta para celebrar las tentaciones de las que se libran. Porque hoy sería inconcebible que una iglesia tan defensora de la vida como la católica admitiera siquiera la condena a muerte de un hombre por un quítame allá esa blasfemia.

La blasfemia, que es una manera insultona de tratar lo sagrado, y que no creo que sea en puridad en lo que ha incurrido el periodista afgano tratado como blasfemo, no gusta, como es natural a ninguna religión. A la religión mayoritaria de nuestro país, tampoco. Y cuando su poder se confundía con el poder civil de la dictadura los blasfemos en público, sobre todo si había chivatos cerca, podían acabar en el cuartelillo de la Guardia Civil. Me lo recordaba un taxista de Jaén, mientras escuchábamos en la radio del coche una noticia referida al blasfemo afgano. Allá, por los años 50, su padre había acabado más de una vez ante los guardias por haberse cagado en Dios, o cosa semejante, y había salido del cuartelillo con una multa. Pero los guardias cumplían con su obligación con cierta indulgencia porque entre ellos mismos, y por supuesto en los cuartos de bandera de los cuarteles, lo mismo que en las tabernas, era una característica del lenguaje machista y descarnado tanto el taco como la blasfemia.

Es curioso que en un país de tanta ascendencia católica la blasfemia sea, incluso entre católicos practicantes, una costumbre bastante arraigada. Se trata más de un hábito expresivo propio que de una voluntad ofensiva. Y supongo que por eso no debe de haber sido con frecuencia merecedora en los confesionarios de excesivas penitencias. Aunque según quién fuera el confesor, porque en Canarias, de cuya cultura o incultura, según se vea, no formaba parte la blasfemia, llegó un día a mi colegio un cura peninsular, obsesionado con tamaño pecado, y nos dio la barrila tan intensamente que despertó en nosotros una curiosidad por la blasfemia hasta entonces desconocida. No parecía un experto en la España plural y su variedad de costumbres.

En cualquier caso, parece que los musulmanes tienen por blasfemia, no ya la ofensa a lo sagrado, sino la crítica a todo lo que tengan por tal. No sé yo si la jerarquía católica actual reprueba más la crítica que la blasfemia, pero puede que ciertos jerarcas españoles estén pensándose la conveniente relación de una cosa con otra.