En una magnífica entrevista realizada por Levante-EMV a un conocido personaje español -profesor, científico, político-, éste manifestaba su asombro ante el pronunciamiento del Episcopado sobre asuntos como el preservativo o la investigación con embriones, mientras millones de personas mueren de hambre. Sorprende esta disyuntiva, que no es tal, porque la Iglesia es seguramente la institución más dedicada a erradicar el hambre, lo que no obsta para que atienda aspectos morales relativos a la vida. Y, por supuesto, muchos otros temas de gran trascendencia. Pero hay un motivo de mayor calado para la sorpresa: la verdad sobre el hombre, que predica la Iglesia, trata de verlo y cuidarlo en su integridad, de modo que su realidad poliédrica es un todo en el que ninguna parte es extraña a las restantes ni a su totalidad. Por eso, seguro que en algún sitio se encuentran la lucha contra el hambre y el empeño por una sexualidad lograda.

Existe la tentación de reducir la Iglesia a una ONG y, aunque el servicio de la caridad sea capital como recordó Benedicto XVI en su primera encíclica, no es el único que presta, ni lo hace como una ONG, sino encuadrado en su misión espiritual de salvar a los hombres, respondiendo al mandato de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Ese todo, que se debe enseñar a guardar, genera un modo de vida, una conducta, en la que se encuentran los dos temas que citaba el profesor entrevistado, y otros muchos; todos dirigidos a la identificación con Cristo. Para tener esa actitud, el cristiano cuenta principalmente con la oración y los sacramentos. También con el dolor y la cruz.

No es infrecuente que la Iglesia reciba la acusación de que no está al día en cuestiones relativas a la vida y a la moral sexual. Ven aquí la razón de una menor participación de los fieles en actividades eclesiales. ¿No será al revés? ¿No será que la Iglesia no marcha con toda su fuerza porque descuidamos esos asuntos? ¿No ocurrirá, más bien, que los predicamos poco o no del todo bien? Esos y otros, como la necesidad de ser veraces y leales en la política y negocios, hacer ver el error que supone sustituir a Dios por uno mismo al juzgar comportamientos o leyes, la paternidad responsable, necesidad de la confesión sacramental, grandeza y necesidad de la oración, una visión positiva y clara de la castidad, el profundo sentido de la Misa, etc., etc.

Sólo la fe hace entender plenamente la Iglesia y su misión. Se me podrá argüir que, entonces, nadie sin esa virtud podrá opinar sobre ella. No, sólo pretendo afirmar que es difícil dialogar sobre lo desconocido, aunque haya que intentarlo. Es necesario saber que un cristiano piensa que Cristo, el único mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible para comunicar a todos la verdad y la gracia.

Esta Iglesia -dice el Catecismo- es una sociedad jerárquica y carismática; es un grupo visible y, a la vez, invisible, espiritual. La Iglesia es instituida por Cristo como instrumento de redención universal, siendo el pueblo de Dios, cuya misión es ser sal y luz del mundo; es el cuerpo místico de Cristo, del que Él mismo es cabeza; y es templo del Espíritu Santo.

Afirmó el Vaticano II que todas las obras de la Iglesia se esfuerzan por conseguir «la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios». Su centro es la eucaristía, los obispos y presbíteros han de santificarse con la oración y por medio del ministerio de la palabra, de los sacramentos y la caridad; mientras que los laicos han de empeñarse en ser hombres y mujeres de Dios que, en expresión gráfica del fundador del Opus Dei, pongan a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas honradas.

El hombre -ha escrito Benedicto XVI- es redimido por el amor. Pero el hombre necesita un amor incondicionado e inmortal. La esperanza única en el reino del hombre que reemplace a la del reino de Dios, es una estafa. Pues bien, con todos los defectos de sus componentes, la Iglesia, valorando las nobles esperanzas intramundanas, da medios y alas para aspirar al gran objeto de la esperanza: Dios. «Et regni ejus non erit finis. ¡Su Reino no tendrá fin! ¿No te da alegría trabajar por un reinado así?». (Camino)

*Sacerdote. Doctor en Derecho Canónico y Ciencias de la Educación