Hace unos días, libreros y editores hicieron pública su pesadumbre por la bajada de los índices de lectura en esta tierra de bujarrones y palmeritas. En el conjunto de España, suben. Es otro palo a la salud cultural del país en poco tiempo, pues el Consell se ha negado ha aportar los dos millones de euros que, junto con los recursos del Gobierno, permitirían dotar nuestras bibliotecas con más de medio millón de nuevos documentos y el informe Pisa -¿recuerdan?- también nos mostraba iletrados en campos tan sustanciales como las ciencias, las matemáticas y? la comprensión lectora.

Comparto las aprensiones del profesor Pau Rausell acerca de la eficacia de las campañas de estímulo de la lectura. Para leer no hace falta conectarse a nada, pero hay que desconectarse de todo lo demás. La lectura, al igual que ciertos videojuegos, tiene diversos niveles de dificultad, pero no vienen preestablecidos: hay que crear las vías de acceso y una imagen, jamás valdrá mil palabras, sobre todo si la imagen no es la de Sean Connery bailando desde los altos del paso del Kyber en El hombre que pudo reinar y no digamos si las palabras son las cien primeras del Génesis.

Hay cierta atmósfera de pesimismo histórico. Con Franco vivo, padres y tíos nos animaban a combatir el maleficio del origen, las barreras sociales, la conformidad con las presunciones ajenas, para ir más lejos. Ahora, con una democracia bastante saludable, el Estado (y sus sucursales) no quieren cultura, ni aun instrucción, en sus televisiones y cuando la suministran es en forma de cápsula de gránulos coloristas, esa anfetamina que llaman evento. Muchos padres tienen la sensación -a menudo comprobada- de que sus hijos vivirán peor que ellos mismos y una carrera universitaria no es un verdadero desafío si el premio es la portería de una discoteca. ¿O sí? Sólo Francia y ciertos países escandinavos parecen creer que la cultura, el libro, es un asunto nacional.