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Y después del Medusa, ¿qué?

O el FIB, o el Rototom o el Primavera Sound, lo mismo da. El neoliberalismo -sexual, social, psicológico, político, etc.- se apropia de la realidad, ofreciéndonos píldoras de su delirio particular sin apenas percatarnos de las consecuentes ignominiosas implicaciones morales. Si uno tomara en serio los datos neoliberales acabaría gritando aquello de Mafalda: «Paren el mundo, que me quiero bajar».

Sé por este diario -y no lo pongo en duda- que «Los macroeventos musicales de la Comunitat Valenciana reúnen durante el verano a más de un millón de asistentes» ( Levante-EMV, 23/8/2017). Añade además los beneficios económicos del tan cercano Medusa Cullera, «el festival de la provincia de Valencia que más recauda con 22 millones de euros».

Nada se dice, en cambio, de los beneficios éticos: ¿Contribuye en algo a la igualdad de género? ¿Aporta ejemplaridad pública? ¿Distribuye esa ganancia equitativamente? ¿Ofrece trabajo bien remunerado o acrecienta la lista de contratos basura estivales? ¿Promueve ocio alternativo y sano a nuestra juventud? ¿Qué modelo de ciudad implica este macroevento? ¿Es todo tan feliz e ilusionante? Nadie crea que quiero aguar la fiesta. ¡Vivan los decibelios y bendiciones a todo el personal!

Ahora bien, algunos trabajamos con alumnado de ESO y Bachillerato, quienes, más pronto que tarde, acudirán al Medusa Cullera o a donde les venga en gana, ¡faltaría más! Bueno, en verdad tengo cientos de chicas y chicos que ya disfrutan del evento. En su caso es casi un rito iniciático.

Todo muy curioso. Tanto como la página 22 de la edición de la Ribera del mismo día: «El alcohol y la cocaína generan casi el 70% de las consultas por adicciones. La UCA del Departamento de Salud atiende a 419 nuevos pacientes el último año. Aumentan los casos por ingesta combinada de ambas sustancias».

No vengo a decir que ningún macroevento tenga la exclusiva responsabilidad del alcoholismo en la juventud de la Ribera, pero, ¿tendrá o no algo que ver? Les aseguro, eso sí, que nadie bebe alcohol en mis clases de Valores Éticos. Tampoco en Filosofía. Jamás he visto ni una cerveza en el IES.

¿Dónde radican entonces las causas de tanto botellón y ocio alcoholizado entre nuestra juventud? Llámenme cursi, pero las faltas de ejemplaridad pública en este tipo de eventos de garrafón dista mucho de la cultura e imagen social que yo deseo para mi alumnado. ¡Claro! Luego vendrán las campañas municipales contra el consumo de alcohol entre jóvenes y escolares, muy útiles si no fuera porque, como decíamos, el neoliberalismo impone su golpe de realidad.

¿Cómo concienciar sobre los perjuicios del alcohol si resulta condición necesaria en cada evento en el ocio? Urge reivindicar una mínima coherencia ética. ¡La realidad cotidiana predica el discurso contrario de nuestras aulas! Y vuelvo a repetirlo: «Paren el mundo, que me quiero bajar».

También considero significativo el siguiente dato: «De los 449 nuevos pacientes atendidos el 82% eran hombres y el 18% mujeres». ¿Les suena? A mí sí. ¡Entendemos tanto en las aulas! El alcohol sigue siendo un producto muy recurrido en los chicos, símbolo y marca de masculinidad, de hombría, de virilidad. Así fue antaño y lo sigue siendo, en otras formas y estilos, perpetuando la tradición ancestral de la España profunda en donde sólo los machos bebían.

El alcohol, por tanto, como mecanismo de hipotética maduración. El alumnado es incapaz de disociar el alcohol de la diversión, y menos todavía en un macroevento. ¿Ocurre igual en los adultos? Quiten la interrogación y tendrán mi respuesta. Si buscamos mayor sensibilización contribuyamos a una sociedad ilustrada, madura ética y culturalmente, libre de ese neoliberalismo salvaje ávido en potenciar la riqueza económica sin más.

El PIB sube un 4,5% al sumar prostitución y drogas y este servidor lucha contra una y otras. No todo se mide por los beneficios económicos. ¿Se lo plantean los mandatarios?

Tampoco parece tenerlo claro nuestra clase política ni la ciudadanía. Por todo esto uno acaba preguntándose sobre su papel como educador. Se cuestiona asimismo la salud moral de tantos progenitores indiferentes al legado que dejará a sus descendientes. ¿Nadie se plantea cultivar un entorno saludable y ejemplarizante?

Quizá sea el único, no sé, quien se pregunte: Y después del Medusa Cullera, ¿qué?

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