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A la caza de la perdiz en 1950

A la caza de la perdiz en 1950 josé miguel borja

Estos cazadores que aparecen en la foto tomada por mi padre hace más de medio siglo son: (de pie de izquierda a derecha) Secundino Gasque, padre de mi amiga Rosa Mari. Maximino Alonso, que en su tienda de juguetes frente a Palacio colocaba un rey mago de cartón para que los niños pudiéramos echar la carta a los Reyes. Manuel Ripoll, abuelo de mi amiga Carla, senadora del PP. Joaquín Mora, el de la tienda de tejidos Mora y Vidal. El dueño del coto. «Cabielo», padre de mi condiscípulo Julio Ramón Pelayo. (Sentados, de izquierda a derecha): José María Juan, sin hijos y representante de los neumáticos Michelín. Y mi tío Antonio Peiró, «el Roig de Miramar», rojo, no por ideas polí ticas sino por el color de su pelo. Habían alquilado un coto en Pétrola, cerca de Albacete, para cazar perdices, y su amigo el exportador Blas Cañada les prestó uno de sus camiones cubiertos para que pudieran viajar con toda su heterogénea impedimenta.

A las 9 de la mañana el camión comenzó el recorrido por los domicilios los cazadores y de cada casa bajaron el mejor sillón, una manta, las escopetas, el perro, la canana con los cartuchos, el sarnacho, el orinal y una pequeña maleta con ropa. A todo este bagaje, mi padre añadió un pequeño maletín con alcohol, algodón, tintura de yodo, aspirinas, bicarbonato y un paquete de llimonà de paperets de Las Dos Palmas. Aparte de lo descrito, llevaban también algunas botellas de vino, coñac, champán y café; además de un buen surtido de dulces de Hijos de Teodoro Mora, «Proveedor de la Real Casa» que Joaquín Mora traía de Onteniente.

Imagínense por un momento el aspecto de aquel camión que, sin duda, no tenía nada que envidiar al camarote de los Hermanos Marx.

Cuando llegaron a Pétrola ya era noche cerrada y los caseros de la finca les tenían preparada una buena cena a base de cordero con patatas y rovellons para reponerse del viaje. Acabada la cena se sentaron alrededor de la agradable chimenea para tomar café, charlar y fumarse un puro. Llegó entonces la pareja de la Guardia Civil, a la que invitaron a sentarse con ellos y se habló largo y tendido sobre los últimos maquis y, especialmente, de la cantidad de perdices que había aquel año.

Sin que nadie se diera cuenta, el señor Mora abandonó la reunión y salió de la casa. Subió hasta el tejado, se acercó a la chimenea y, sin pensarlo dos veces, dejó caer media docena de cohetes. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!

Las explosiones sembraron el pánico entre los que estaban alrededor de la chimenea y uno de los guardias civiles, temiendo que fueran los maquis gritó: -¡Todos al suelo!

Se hizo un silencio sepulcral, pero viendo que no sucedían más explosiones, los cazadores y los guardias se tranquilizaron y continuaron la conversación junto al fuego. Pero todavía quedaban más emociones.

Ahora fue mi padre quien abandonó disimuladamente la reunión. Abrió su maletín y tomando el sobrecito de magnesia de la caja de las limonadas y una pastilla de azul de metileno, las metió en el orinal de José María Juan y se volvió a la reunión.

Al poco rato el señor Juan, que tenía problemas de próstata, se levantó para mear y, como el escusado estaba en el exterior, donde hacia un frío endiablado, decidió hacerlo en su orinal. Y de pronto, vio horrorizado cómo la bacinilla se llenaba de una espuma azul que crecía como un suflé. Visiblemente asustado, volvió a la reunión con el orinal en la mano y con voz temblorosa le pregunto a mi padre: -¡Pedro!, què està passant-me?

-Deus haver menjat algun rovelló venenós.

Por un momento los cazadores palidecieron y sintieron la necesidad de mear para comprobar si también habían comido algún rovellón envenenado.

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