Con independencia de sus programas, los nuevos partidos mayoritarios se han proyectado socialmente durante el último año sobre códigos de conducta que implican cambios de fondo en el sistema y un fuerte compromiso ético con la ciudadanía. Ese aliento regeneracionista, que obligó a las formaciones tradicionales a comprometerse en igual sentido, aunque en distinto grado, ha supuesto la liquidación de la clase política, tal y como la hemos entendido durante cuatro décadas. Pero el nuevo escenario de renovación plantea un problema de perspectiva que puede dar lugar a equívocos: porque ni todos los políticos de los partidos clásicos representan las inercias y fracasos de la «vieja política», ni quienes se arrogan el título de heraldos de la nueva deben tener más legitimidad pública que la derivada de su futura ejecutoria.

Conviene tenerlo en cuenta para no caer en el error de juzgar el cambio político actual como una obligada ruptura con nuestro pasado colectivo ni como un simple relevo generacional, aunque sólo sea porque muchos de los actores de la «nueva política» proceden de los partidos clásicos.

Pero el cambio de mentalidad y el fin de época son tan evidentes como irrevocables, y en la medida en que se asientan sobre valores ampliamente reclamados por la ciudadanía (cambio de la ley electoral, integridad de los agentes públicos y de las instituciones, cumplimiento de las garantías constitucionales en torno a derechos básicos etc.) constituyen una buena noticia que ha cristalizado en la composición plural del nuevo arco parlamentario tras las elecciones generales de diciembre como ya lo hiciera en las de mayo. A partir de ahora, la decencia, el espíritu de pacto y la responsabilidad se imponen como condiciones necesarias de la actividad política, incluso en la hipótesis de una nueva convocatoria electoral. Nada volverá a ser como antes.

En ese sentido la política local se ha transformado en un curioso banco de pruebas en el que ya pueden detectarse algunos ejemplares claramente amortizados por las urnas, que sí representan las inercias y fracasos del pasado. Los Torró y los Barber, y los Gregori y los Soler, por ejemplo, ya no son -en términos políticos- de este mundo sino espectros de una realidad paralela anclados a rutinas maximalistas ya totalmente desconectadas de los intereses de la ciudadanía. Cuando Palmer describía a Torró como «lo más barriobajero que he conocido nunca», en realidad aludía a una forma de entender la política en vías de extinción que luchaba por mantenerse a flote en los límites más fangosos del sistema. Ese es el gran problema con el que tendrá que lidiar en el futuro el espíritu de la «nueva política» si quiere hacerse entender por encima del ruido que aún están dispuestos a desatar los fantasmas del más allá a paso de carga. Pero esa tarea de desescombro moral (que precisará de pedagogía diaria) no va a ser fácil en un ecosistema mediático que, en parte, aún reviste de respetabilidad la gresca, el lío, la torpeza, el ventajismo y la falta de vocabulario. Será interesante observar si la responsabilidad social de ciertos medios de comunicación está a la altura del sentido práctico que exigen los nuevos tiempos o sigue brillando por su ausencia.