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cuentos populares

En la historia de la cultura popular europea, la primera recopilación de los cuentos tradicionales de Hungría realizada a principios del siglo XIX merece un comentario. No se llevó a cabo en el país de origen, sino en Viena, y contó con la brillante contribución del coronel de un regimiento de húsares húngaro que mandó a sus hombres que escribiesen las historias que recordasen. La orden del coronel de cargar contra el olvido cosechó resultados asombrosos.

El legado de Torró deja una colección de cuentos de tal magnitud y variedad (el de los grandes proyectos, el de la creación de empleo, el de la gestión económica ejemplar, etc.) que ya van mereciendo ser abordados colectivamente desde la vía húngara para que la irrealidad y el olvido no se instalen impunemente entre nosotros, como si nada hubiera sucedido. Hay motivos para hacerlo. Porque si en términos narrativos la defenestración política de Torró puede leerse como el final de una historia de fantasmas demasiado larga, no se entiende que los nuevos cuentos populares que ya comienza a destilar el PP valenciano sean un calco de los viejos y giren en torno a personajes que, como Víctor Soler, ahora aparecen nada menos que disfrazados de héroes morales.

El nuevo relato popular con prólogo de Bonig falla por la base: no se puede presentar como una historia edificante un cuento pavoroso cambiando la indumentaria de los protagonistas, del mismo modo que Drácula tampoco es verosímil suplantando a Bambi. Para resultar creíble en el papel de alma mater del regeneracionismo del PP local, Víctor Soler -como Barber, Gregori y compañía- necesita un plazo razonable de adaptación al nuevo medio, periodo que, en su caso, supone un mínimo dos o tres reencarnaciones. Mientras tanto, esos personajes sólo tienen sentido como un burdo plagio del pasado, aunque el cinismo siempre intente aparecer como una refrescante novedad y, a falta de encanto, con respetuosa desfachatez.

La maniobra del PP al exhibir al lugarteniente de Torró como ejemplo de tolerancia máxima y ponderación ilimitada se encuentra tan alejada de la representación de la ética de la responsabilidad que Weber asignaba a la condición política más plausible, que no hay por dónde cogerla. Desde la ética de la responsabilidad, Víctor Soler sólo puede representar a un mantenedor de Juegos Florales de los años 60.

¿Es que no han entendido nada? Por primera vez desde hace veinte años la batalla política valenciana se libra en el tablero moral y, por puro instinto de supervivencia, los populares deberían asumir su actual situación de furgón de cola en el convoy de la credibilidad pública. No es sólo que hayan llegado tarde a los golpes de pecho y a los propósitos de enmienda: es que si personas como Soler encarnan el nuevo espíritu del partido, nadie en su sano juicio va a creerles. Y menos quienes desde la orilla liberal, como Ciudadanos, por una simple cuestión de principios y por el compromiso adquirido con tres millones y medio de votantes, deben ser los primeros en recordar los cuentos populares con final feroz y a sus autores.

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