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Tres solteros ricos y tres tacaños

Tres solteros ricos y tres tacaños

Como afirmaba Quevedo, la avaricia y la tacañería están siempre presentes en la vida de las personas ricas. Durante la década de los 60 hubo en Gandia tres ricos solterones que, llevados por la tacañería, protagonizaron una curiosa historia que Berlanga estuvo a punto de llevar al cine en 1979. Eran sus protagonistas el abogado Telesforo Bañuls, apodado El Gato, meticuloso y relamido; su colega Bonifacio Lapeyre, apodado Sangonera, delgado, moreno, bajito y de mala leche, y el médico oculista José Villanueva que tenía fama de transmitir el mal de ojo.

Todo comenzó una luminosa mañana del mes de mayo cuando apareció por Gandia un lujoso y despampanante Haiga, como los que veíamos en las películas americanas, negro, reluciente, lleno de brillantes cromados y con asientos tapizados en rojo fresa. Aquel espléndido Chevrolet era del taxista Roc, un hombre regordete, simpático y dicharachero.

Muy pronto, el lujoso automóvil se convirtió en la carroza más elegante para todas las bodas, comuniones y bautizos de la ciudad, hasta el punto que había que reservarlo con antelación; excepto los jueves por las tardes en que los tres solterones, ricos y tacaños, lo tenían reservado para ir de putas a Valencia.

Llegaban puntuales a la calle de Carniceros, donde abría sus puertas el mejor prostíbulo de Valencia. Y en cuanto el lujoso taxi se detenía, el chulo que guardaba la puerta daba la voz: -¡Han llegado los de Gandia! Y, al momento, la Benjamina, la Vietnamita y la Pochola salían a recibirlos oliendo a Maderas de Oriente y a Embrujo de Sevilla.

El Gato siempre usaba condón nuevo, que se compraba cada jueves en la tienda vecina de Gomas y Lavajes, regentada por don Merenciano, un practicante que además de poner inyecciones para las enfermedades venéreas, vendía Aceite Inglés para las ladillas. Por el contrario, su colega Lapeyre limpiaba el condón cuidadosamente después de la corrida para poder usarlo en la próxima visita. El oculista Villanueva presumía de hacerlo a pelo, y más de una vez pilló unas purgaciones.

En cuanto terminaban de aliviarse, los tres solterones, que eran muy mirados para la cosa de la moral, acudían a la iglesia de Los Escolapios, en la misma calle Carniceros, para confesarse con el padre Carbonero, un sacerdote ilustrado que decía: -«Dels pecats del piu el Nostre Senyor se'n riu». De todos modos -añadía socarrón- tenéis que pagar la penitencia.

Sacaba la cabeza de un negrito, una de aquellas huchas de cerámica que se usaban el día del Domund, y los tres pecadores depositaban en la hucha la misma cantidad que habían pagado a las rabizas. Entonces, les daba la absolución y, con la conciencia tranquila, los tres penitentes regresaban a Gandia. Llegaban medio dormidos y el bueno de Roc los dejaba a la puerta de sus casas, faltas de amor, donde nadie les esperaba.

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