Resulta emocionante la lectura de Weber, quien en 1919 hablaba de política de profesión y política de vocación. El autor nos mostraba con una claridad meridiana que los políticos no deben vivir de la política sino vivir para la política. Debería ser de lectura obligatoria para quien quiera aspirar a un cargo público

En los últimos años, autores como Habermas nos han hablado de democracia deliberativa, argumentando que en las democracias modernas podemos enriquecer el modelo representativo incorporando la deliberación y la participación ciudadana en la toma de

decisiones y no sólo en la elección de sus representantes.

Tras las últimas elecciones generales, donde las mayorías absolutas han dejado de existir, la ciudadanía ha exigido un esfuerzo a sus representantes para que lleguen a acuerdos globales que permitan gobernar nuestro país. Pero la mayoría de representantes políticos, lejos de actuar de forma responsable, están interesados únicamente en su estrategia electoral de cara a las próximas elecciones.

Según un reciente informe del BBVA, el PIB bajará casi 1 punto por la incertidumbre política que sufre nuestro país. Y somos conscientes que los únicos responsables de esta situación son los dirigentes políticos que no han querido o no han sabido llegar a los acuerdos que permitan un gobierno. Lo cual debería implicar un voto de castigo.

Pero no hay penalización por no saber pactar, no hay castigo para la clase política por no saber deliberar, y tampoco lo ha habido nunca por no dejar a la ciudadanía participar. Estos días no han sido capaces siquiera de consensuar la disminución del presupuesto para la próxima campaña electoral. Y es algo que no les preocupa, porque el no llegar a un consenso no es algo que les perjudique. Y, sin ninguna penalización, el interés de los representantes políticos se centra exclusivamente en la batalla electoral. Los problemas de los ciudadanos pasan a un segundo plano.

Algunos políticos todavía no han entendido que la deliberación no es la mera exposición y argumentación de sus respectivas ideologías esperando la suma aritmética de aliados puntuales. Consiste, como afirma Gambetta, en la posibilidad de cambiar sus opiniones a partir de los foros de discusión democrática. No debería decidirse en los pasillos o en los despachos el reparto de escaños y las decisiones que afectan a la ciudadanía, sino en el parlamento. Lo que ahora es mero teatro debería ser un auténtico foro de discusión y deliberación.

Tras la crisis económica y política en el 2007, la desafección ciudadana (cuyo el término ya empezó a utilizarse en 1970 por autores como Di Palma) ha desembocado en un aumento de la abstención y también en gran medida un voto de castigo que ha originado cambios en la mayoría de gobiernos europeos alternando entre gobiernos conservadores y progresistas.

Pero tras 8 años de crisis ya no queda a quien castigar y han surgido nuevos partidos políticos que se aprovechan de este desencanto para prometer la panacea mediante fórmulas magistrales que todos sabemos que no funcionan. Todos ofrecen el mejor cambio, pero nadie ofrece que los representantes políticos estén realmente al servicio de los ciudadanos. Nadie habla de abaratar los 52 millones que cuesta el Senado ni de limitar el sueldo de los representantes políticos. Tampoco proponen instaurar mecanismos para elaborar unos presupuestos participativos a nivel municipal o procedimientos para dar voz real a los ciudadanos a nivel estatal. En definitiva nadie ofrece nada realmente nuevo.

Los ciudadanos hemos entendido aquello que dijo Lao Tse hace 2.500 años: «La política consiste en vaciar la mente de los hombres y en llenar sus vientres, en debilitar sus iniciativas y fortificar sus huesos». Esperemos que la única vía a la que se vean obligados sus ilustrísimas sea la que ya propuso Fishkin: democracia que incluya igualdad política, deliberación y ausencia de tiranía de la mayoría.