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OPINIÓN José Monrabal

Lo que ortega despreciaba

En tiempos de balances políticos tal vez no sea un ejercicio inútil intentar explicar por qué, un año después de las elecciones municipales, más que de los éxitos del gobierno del pacto, habría que hablar del absoluto descrédito de la oposición a lo largo de ese periodo. Las causas de la actual situación del PP local son fácilmente detectables. Unas, de carácter general, apuntan a la incapacidad habitual de esa formación para interiorizar fenómenos políticos complejos: se diría que el partido cuyo fundador, en la Transición, calificó la legalización del PCE de «golpe de estado» sigue instalado en viejas narrativas apocalípticas para enunciar la realidad política y social española. Otras causas que arrojan luz sobre la actual postración del PP gandiense no se relacionan tanto con las siglas y un código de conducta partidista como con la incompetencia política personal de sus actuales representantes municipales. No hay que olvidar que el PP local fue el único que no supo leer la gramática del cambio de ciclo político, que la renovación de su lista electoral fue inexistente y que esa decisión no muy sagaz alumbrada por Torró ha acabado convirtiendo a los Soler, Barber y Gregori, junto con el exalcalde, en ejemplos indiscutibles de «vieja política».

La dicotomía vieja-nueva política es una figura retórica que, con frecuencia, no se explica suficientemente y que, con las cautelas que exigen situaciones históricas muy distintas y alejadas en el tiempo, habría que remitir a su origen, que no es otro que la conferencia pronunciada por Ortega y Gasset con ese título -«Vieja y nueva política»- en el teatro de la Comedia de Madrid en 1914, la cual sancionaba el agotamiento de otro ciclo histórico, el de la Restauración.

Hablaba entonces un joven Ortega de la «España oficial» y de la «vital», de una misión generacional de la juventud y de la necesidad de transformar un país que, «con sus gobernantes y gobernados, con sus abusos y con sus usos, está acabando de morir». En algún caso, los ecos de entonces se confunden con las voces de ahora, como cuando el filósofo recordaba la persistencia de políticas con cerca de 40 años de duración, ya superadas, y de partidos «que tienen a su clientela en los altos puestos administrativos, gubernativos, seudotécnicos, inundando los Consejos de Administración de todas las grandes Compañías, usufructuando todo lo que, en España, hay de instrumento de Estado». Clamaba Ortega contra una idea de la Tradición nacional impostada, contra una «ficción jurídica» que hacía del orden público su principal caballo de batalla y llamaba a «sembrar España de amor y de indignación». Todo eso nos suena.

Quizás en algunos cambios de ciclo histórico se repitan -con características propias- ciertas pautas que invocan la necesidad de impulsos que hoy llamaríamos regeneracionistas. Pero de lo que no hay duda es de que esas transformaciones dejan un rastro de «viejos políticos» errantes, por lo que, refiriéndose al pasado, Ortega llamaba un «panorama de fantasmas».

En ese rancio escenario hay que situar a Soler y a los herederos de Torró, almas en pena que ahora proclaman un reformismo de relumbrón al amparo de la desfachatez y el instinto de supervivencia. ¿Qué podrían reformar quienes no han sido capaces de condenar la corrupción en su partido ni han asumido responsabilidades en la quiebra económica de la ciudad, ni admiten censuras de ningún tipo sobre su desastrosa ejecutoria pública? ¿Qué tienen que ofrecer a los nuevos tiempos políticos esos individuos aferrados a la quincallería dialéctica y al «impuestazo» como única tabla de salvación personal? Representan todo lo que despreciaba Ortega.

O el regeneracionismo del PP local se produce sobre el legado político de Torró -sobre el descrédito evidente- o quedará en papel mojado.

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