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Risas y blasfemias

El desagravio mariano convocado por el arzobispo de Valencia obedece a los mismos motivos que el duelo: un sentimiento de ofensa que exige reparación. El primer tratado para duelistas en español, Ofensas y desafíos, fue escrito en 1890 por un tal Eusebio Iñiguez, un tipo con tendencia a sentirse ultrajado y a actuar al margen de la ley, como se apresura a declarar en su manual: «¡Bueno fuera que el daño hecho en la honra de nuestras madres, esposas, hijas y hermanas, y aun en la nuestra propia, viniera a justipreciarlo un abogado y un juez, ayudado de escribanos y procuradores!». El «daño», por supuesto, siempre lo decreta el ofendido: una mirada, un gesto o la sola sospecha funcionan como desencadenantes fatales.

El sentimiento de ofensa originado por un cartel en el que aparecen la Geperudeta y la Moreneta besándose en la boca, que también ha merecido un rosario de desagravio en la parroquia de Sant Josep-El Raval de Gandia, responde a idénticas pulsiones: salvar la honra materna, esta vez espiritualizada en la figura de la Virgen.

El indignado mecanismo de respuesta es el mismo, el escarmiento, pero, a pesar de su aparente especificidad religiosa, no constituye una novedad. La idea, muy extendida, de que determinados «sentimientos» siempre merecen «respeto» y tienen «derechos» morales ha rebasado ya los límites de la religiosidad extrema hasta contagiar la política, como se demostró en el caso Zapata, el concejal de Podemos de Madrid cuyos chistes sobre judíos y ETA registrados en twitter encontraron ejércitos de inquisidores dispuestos a saquear su pasado y a dictar miles de sentencias condenatorias.

El cartel de las vírgenes puede entenderse en el mismo sentido: un chiste gráfico, un fenómeno cultural, que ciertas personas encuentran intolerable, a otras les hace reír y al resto les provoca indiferencia. El problema se plantea cuando se asume como una especie de «derecho» evidente esa lógica de la ofensa que exige un «respeto» que el humor, o la vida misma, no pueden dar.

Es probable que, para mucha gente, el cartel de marras, como los chistes de Zapata, sea de mal gusto. Pero la ley no condena el mal gusto, que debe permanecer en el territorio sin mapas de lo interpretable, es decir, de la tolerancia entendida en sentido amplio, que se regula a sí misma a partir de la discrepancia natural. Lo contrario abre la puerta al dogma, siempre en busca de «pecadores» de vario pelaje y de resarcimientos públicos cuyo «gusto», por otro lado, no se permite poner en entredicho.

Que el sentimiento de agravio religioso se ha politizado hasta la náusea, se observa en la reivindicación por parte de los concejales del PP local de su «derecho» a salir en las procesiones en calidad de representantes públicos, no desde la discreción de la privacidad. Opinar lo contrario es para ellos intolerable, una falta de respeto hacia sus creencias. Punto de vista heredado del gobierno de Torró, a quien precisamente un jesuita recordó en estas páginas sus alardes exhibicionistas en materia de fe.

También los socialistas se han plegado a cierta obligatoriedad protocolaria en ese sentido, poco entendible en un estado aconfesional tras cuarenta años de democracia. Una batalla cívica que, por ahora, no parecen estar dispuestos a librar.

¿Qué esconden, en realidad, esas permanentes exigencias dogmáticas que se rasgan las vestiduras ante casi todo? Controlar el poder disolvente de la risa, la administración del miedo. Lo dejó claro Umberto Eco en el desenlace de El nombre de la rosa. La risa espanta al miedo. Y eso es, precisamente, lo que algunos intentan impedir cuando piden respeto.

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