La gente suele referirse a la Ley de Seguridad Ciudadana no con esa oscura designación administrativa sino con su nombre real, la Ley Mordaza, una criatura legal alumbrada por el gobierno anterior destinada a facilitar los desahucios y a limpiar las calles de chusma vocinglera. Un año después de su puesta en marcha, la Ley Mordaza se ha demostrado tan excesiva e inútil como siniestra. En ningún momento se ha visto amenazada eso que se conoce como «paz social» y España era y sigue siendo uno de los países menos violentos de la UE. Pero no por ello el gobierno relajó su presión coercitiva sobre la ciudadanía. Por lo visto, había que aprovechar las posibilidades brindadas por la ley (entre ellas, la de controlar a la población) y no dejar reunión o actividad ciudadana pública, aun las más discretas y pacíficas, sin someterlas al riguroso escrutinio del estado. De ahí que en Gandia se haya multado a dos miembros de la Plataforma d'Afectats per la Hipoteca Safor por pegar carteles en una oficina bancaria, y a tres activistas de Refugiats Benvinguts por no haber pedido permiso para reunirse frente al Ayuntamiento. La ley prevé que los sancionados sean incluidos en un Registro Central de Infracciones, divulgado en la prensa como «listas negras».

La buena noticia sobre la Ley Mordaza es que incluso sus autores saben que nació muerta; la mala, que lo que va por delante -las multas, la trituración de derechos constitucionales- va por delante y es irreparable. A sus promotores les da igual que la ley esté recurrida en el Tribunal Constitucional por varios grupos políticos o haya sido reprobada por la ONU y por el Consejo de Europa, por Jueces para la Democracia y por Amnistía Internacional porque el PP no es un partido liberal. Si, en materia de libertades, se comparan las ideas de Stuart Mill o Isaiah Berlin -los grandes referentes del liberalismo de los siglos XIX y XX- con las sanciones impuestas a los activistas gandienses se entenderá la naturaleza carpetovetónica de la Ley Mordaza.

Una vez a la semana los activistas de Refugiats Benvinguts, organización de apoyo a los refugiados sirios, se reúnen frente al Ayuntamiento para recordarnos que no hay nada más nauseabundo que esa emoción ensimismada que se compadece de los demás entre un anuncio y otro de televisión, y que un hombre es lo que hace. También nos lo recuerdan los integrantes de PAH Safor, en cierto modo avalados por los varapalos que la Ley Hipotecaria española ha recibido desde el Tribunal de Justicia de la UE. En una época tan narcisista como la actual decir que el compromiso de los activistas gandienses es ejemplar parece un anacronismo, una sospechosa declaración incapaz de atravesar la sordera de una sociedad que con desigual fortuna intentó agitar -no hace tanto- un anciano de noventa y tres años, Stèphane Hessel, al grito de «¡Indignaos!». No era un viejo loco sino un pacifista convencido que participó en 1948 la redacción de la Declaración de los Derechos Humanos y que, al final de su vida, llamaba a la rebelión pacífica.

Hay algo admirable en las acciones que animan a los activistas de esos dos colectivos locales. Nos devuelven el significado de las viejas palabras perdidas -solidaridad, dignidad, coraje- imbuidas de esa espiritualidad laica que late en las reivindicaciones de Hessel. Cuando esa clase de sensibilidad demuestra su eficacia, es percibida como una amenaza y no tarda en recibir un correctivo ordenancista, una circunstancia típica ya prevista por Mill, quien en su introducción a «Sobre la libertad» escribió que «el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección». Como dirían los ideólogos de la Ley Mordaza, hay que ver qué tipos más subversivos produce Gran Bretaña?