Debería haberse excusado Mónica Oltra por preguntarse públicamente por qué los votantes del PP ampararon a «presuntos delincuentes»? Las elecciones generales no fueron un plebiscito en el que se juzgaban las abundantes malas prácticas de la derecha española y, por otra parte, no es posible demostrar que quienes votaron al PP consentían -y en qué medida, si lo hacían- la corrupción en ese partido. Para Isabel Bonig la pregunta de Oltra era intolerable: «Lo que no voy a permitir es que se insulte a los votantes del PP. ¿Pero esto qué es?». ¿Tiene razón Bonig al salir airadamente en defensa de la honra del electorado? ¿El rito electoral debe consagrar, con el secreto y la libertad del voto, una especie de dogma de infalibilidad que impide a los políticos manifestarse sobre las intenciones de los electores? Nada de eso.

Primero, porque las listas del PP valenciano incluían a un investigado por la justicia -Óscar Clavell- y a Gerardo Camps, el hombre que cargó al erario público comidas de lujo por valor de 500.000 euros entre 2007 y 2011, lo que rebaja la indignación de Bonig -¿pero esto qué es?- al nivel de lo grotesco. En segundo lugar porque los votos recibidos por el PP no pueden transfigurar la realidad convirtiendo en ejemplares u olvidables los numerosos casos de corrupción habidos en ese partido (por no hablar de su ruinoso legado económico) y, por último, porque es falso que Oltra cuestionase los resultados. El error de Oltra no tiene nada que ver con el «respeto» supuestamente debido a un electorado que Bonig sitúa más allá de la crítica, sino con la sencilla razón de que las afirmaciones de la dirigente de Compromís eran indemostrables.

Pensar en los electores del PP (o de cualquier partido) como una masa activada por ciegas pulsiones anti-éticas no es muy acertado, y menos cuando, más probablemente, esos votantes optaron por otros aspectos de una oferta electoral cerrada en la que no primaron -eso es obvio- el factor ético reclamado por Oltra. No es la primera vez que ocurre.

En la última victoria electoral de Felipe González, obtenida tras sonados casos de corrupción, los votantes socialistas tampoco antepusieron las consideraciones éticas al resto de las propuestas del PSOE. Por eso no han resultado muy edificantes quienes desde las filas populares se apresuraron a afirmar que los votantes «ya habían empezado a perdonar al PP». Un error de interpretación análogo al de Oltra, con la diferencia de que mientras la dirigente de Compromís partía de un maximalismo ético sesgado (pero en cuyo espíritu se basa el regeneracionismo político actual) los populares se acogían, sencillamente, a la demagogia.

Ni todos los políticos son iguales, ni sus errores idénticos, ni el voto de los electores debe prevalecer como un dogma religioso sobre la libertad de opinión. En ese sentido, desechando las políticas del «respeto» organizadas desde el PP, sería de gran utilidad pública iniciar una reflexión colectiva (y la política municipal es un excelente espacio para hacerlo) sobre la importancia que habría que conceder a la ética en relación con la oferta electoral de los partidos y el ejercicio de la política. Sin la creación y cumplimiento de un sistema de premios y castigos fácilmente identificable por la ciudadanía poca responsabilidad ética puede exigirse a un electorado condenado a soportar las insuficiencias normativas de su clase política.

Las aspiraciones éticas nunca se resolverán de forma pura -como recordó Weber a propósito de la ética de la responsabilidad- pero sin un código de conducta inapelable los Soler, los Barber y los Clavell -a pesar de sus incuestionables hazañas- seguirán apareciendo como flagrantes ejemplos de normalidad. ¿Pero esto qué es? Esto es, precisamente, lo que Bonig, cuando se canse de pedir respeto, debería explicar.