No son pocos quienes, a pesar de los datos, se empeñan en señalar el «fracaso» electoral de Podemos como el principio del fin. Es un partido volátil, producto de la crisis, que ha encontrado su techo en las urnas y que el tiempo se encargará de barrer o reducir a su tamaño real. Tal vez, pero lo cierto es que desde la Transición no se conoce un caso ni remotamente parecido al fenómeno que ha supuesto la formación morada en la vida pública española y que, en buena medida, está aún por explicar.

¿Cómo un partido encabezado por líderes manifiestamente mejorables que, al igual que Alden Pyle, el personaje de la novela «El americano tranquilo» de Graham Green, creen que las soluciones políticas -económicas, sociales, territoriales- pueden sacarse directamente de un puñado de libros de moda, ha conquistado la voluntad de cinco millones de electores? Una pregunta tan necesaria como inquietante que evoca el fantasma de la fractura social y deberían hacerse todos los grandes partidos, viejos o nuevos, empezando por la propia formación liderada por Pablo Iglesias que, si bien ha servido como embalse del descontento social, ha quedado muy por debajo de sus objetivos. No podía ser de otro modo, porque Podemos nunca ha logrado mostrar un perfil político reconocible, más allá de constituirse como referente de la insatisfacción ciudadana.

¿Qué ha hecho en realidad Podemos, además de reinventar el imaginario político español a partir de la destrucción de la división izquierda-derecha y acogerse, sin ningún éxito, al catecismo populista de Ernesto Laclau? Que después de deambular por la transversalidad y la verticalidad, señalar la «centralidad del tablero» como objetivo prioritario, envolverse en los programas y prácticas más convenientes con un oportunismo ni siquiera disimulado, los dirigentes de Podemos, acabaran revelándose como socialdemócratas de última hora, demuestra un extravío tragicómico y una desfachatez más imputables a la incompetencia que a la inexperiencia. Tampoco en el campo de la ética pública han resultado más convincentes, pues no solo pretendían detentarla en exclusiva sino que no entendían que pudiera aplicarse sin cargar contra la clase política en general y el «régimen del 78» en particular.

Aunque no es muy justo confundir a los partidos con sus líderes, en el caso de Podemos es difícil no hacerlo. Ni de lejos los dirigentes de la vieja política muestran el grado de adhesión -casi religioso- que concita Pablo Iglesias entre la militancia de Podemos, lo que le ha permitido prescindir de cualquier atisbo de autocrítica, cambiar de criterio según el humor del día, o explicar el fiasco del «sorpasso» -esa obsesión- en clave pseudopoética: «hemos sido víctimas de nuestra propia lucidez». Ni Narciso al contemplarse en las aguas se vio a sí mismo tan bello.

Pero el peso de cinco millones de votos no puede ignorarse mediante la fórmula de señalar, simplemente, errores de táctica y estrategia, por gruesos que sean, o la ausencia de eso que Isaiah Berlin llamaba «juicio político». El diagnóstico general de Podemos sigue siendo válido, más allá de la cursilería, la petulancia y la ceguera de sus líderes. El dilema planteado tras el 26-J es que el PSOE y Podemos se necesitan mutuamente para no aislarse políticamente, pero aún no sabemos si quienes dicen no creer en el consenso seguirán abonados al delirio de asaltar los cielos o han descubierto ya la ley de la gravedad. Los ciudadanos tienen derecho a saber si la izquierda es capaz de proyectar una fisonomía común en la que puedan reconocerse o si, como decía aquel verso de Borges, detrás del rostro que nos mira no hay nadie.