Conocía a Evaristo desde siempre. Sus padres formaban parte ese grupo de amigos de Oliva al que los míos apreciaban enormemente y cuyo cariño pronto nos contagiaron.

Su padre era un hombre expansivo, de enorme simpatía, que venía a casa con cierta asiduidad. En cuanto oíamos su potente voz, nosotros, los niños, corríamos para ver a Evaristo Falgás padre, quien siempre tenía buenas palabras y bromas que gastarnos, además de traernos arroz y unas excelentes perdices de sus cacerías manchegas. Era algo así como un rey mago, al que recibíamos encantados.

Pronto, la generación de hijos formamos pandilla. Evaristo hijo era de los mayores, a los que nosotros, renacuajos, admirábamos. Muy especialmente a él.

Heredó la simpatía y buen humor de su padre, aunque matizado por la finura y sensibilidad de su madre, Consuelito. Me encantaba su risa, su apuesta presencia y su capacidad para salir con las chicas, que le adoraban como nosotros mismos, aunque, claro está, de otra manera.

Hoy, escribo con tristeza estas sencillas palabras, desde una amistad que nace y perdura en el tiempo, ahora en su memoria. Todo ha sido tan real y tan absurdo.

Porque Evaristo ya no está con nosotros, sus amigos, a quienes nos regaló la cercanía de su persona, siempre humana, divertida, llena de alegría, también de bromas, fue una persona unida a la vida de nuestra tierra, a lo que llamamos cultura - que no es otra cosa que la forma en que vivimos y nos expresamos - aquí en esa tierra única que hemos dado en llamar Safor.

Pese a la imposibilidad de no sentir una pena enorme por su partida antes de tiempo, seguiremos riendo con su ultimo chiste, con su desbordante imaginación transmisora de su proximidad a las cosas, una forma de amar al mundo en todo instante, que sólo podría resumirse en una frase: He vivido.

Hablo de la tierra y de sus gentes, pero no, no sólo. Evaristo fue hombre de mar, de pequeño pasó parte de su vida junto a la arena en esas pequeñas casas de Oliva en las que apenas despierto, uno se ponía el traje de baño y salía corriendo sin obstáculo alguno, hacia el mar a darse el primero de los múltiples remojones que se repetían a lo largo del día. Mientras, su madre, corriendo, llevaba el bocadillo, al que no había tenido tiempo de abordar por esa prisa de llegar cuanto antes al mar. Y desde entones, el amor al mar, como la canción del marinero, del solitario pescador en su pequeña embarcación, le acompañó siempre.

Luego llegó Mariví, la compañera, siempre a su lado, siempre con él. Dios, ¡qué buena pareja! Fueron la envidia y la admiración de la ciudad, admiración que alimentaban con sus salidas, con sus idas y venidas en aquello que convocaba la sociedad del momento. Después Carola, la hija adorada, heredera de esa alegría que venía de tan lejos, moderna, trabajadora, capaz. Más tarde Borja, creativo, circunspecto, inteligente, crítico. Una y otro son las dos caras de su padre, pues Evaristo, tras la imagen expansiva, escondía también un carácter introspectivo que apenas afloraba.

Escribo ahora para que la muerte no tenga la última palabra. Decía García Márquez, el gran Gabo, que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido, y de eso, nadie como él está más a salvo, somos tantos los amigos que le hemos querido. Ligado indisolublemente a nosotros, queda el recuerdo de nuestro amigo Evaristo, aquel que nos enseñó que valía la pena vivir y que es buena la vida.

Ahora, tras la noche, a la luz suave de esta madrugada, soy consciente de que cuando se va la luz se ven algunas cosas, veo a la persona, al hombre, al amigo, emerger con toda su fuerza, siento una profunda pena por su ausencia y me rebelo contra un final que debió ocurrir mucho más tarde, pero no fue así, ocurrió pronto, demasiado pronto.