La denuncia presentada ante la Fiscalía por el PP de la Comunidad Valenciana contra el alcalde de Tavernes de la Valldigna por malversación indica la gran dificultad de la clase política para autorregularse en materia de responsabilidades políticas. Por una parte muestra un conflicto no resuelto entre legalidad y legitimidad moral y, por otra, la escasa cultura democrática que aún condiciona la conducta de partidos y cargos públicos. La denuncia también apela oblicuamente a una cierta idea de «verdad» según la cual el PP habría actuado conforme a criterios políticamente impecables, lo cual es, como mínimo, discutible.

Como recuerda Fernando Vallespín, si la ciencia sigue trabajando a partir de un concepto reconocible de verdad, «en lo referente a las visiones del mundo social y político hemos tirado la toalla ya respecto a las posibilidades de hablar en términos de verdad». En ese río revuelto de conceptos resbaladizos la falta de escrúpulos y el oportunismo político siempre intentan cobrarse grandes piezas utilizando todo tipo de carnaza.

¿Debe dimitir Jordi Juan? La pregunta es irrelevante porque no puede responderse fuera del contexto de la política real española, que aún no ha sido capaz de llegar a un acuerdo de estado que permita a la ciudadanía evaluar el grado de responsabilidad política de cada caso particular sujeto a interpretaciones. Una reciente consecuencia de esa penosa situación ha sido la dificultad por parte de C's de trasladar a la realidad conceptos como «regeneración» y «corrupción» en su pacto de investidura con el PP; otra, ya endémica, la judicialización de la política. En un país como Alemania es probable que Jordi Juan se hubiese visto forzado a dimitir. Pero también lo es que, en Alemania, hace ya mucho que el PP se habría visto obligado a reconvertirse en una asociación recreativa dedicada al fomento de la petanca.

La denuncia contra Jordi Juan no parece tanto producto de la pasión por el estricto cumplimiento de las virtudes públicas como una burda maniobra que intenta hipertrofiar un problema de unos pocos cientos de euros -finalmente repuestos en caja- para equipararlo a los graves casos de corrupción del PP que, según estimaciones de la Generalitat, les han costado a los valencianos 4.000 millones de euros. Propagar la idea de que la corrupción es un cáncer que afecta a todos los partidos por igual, es una falsedad que impide luchar lealmente contra las malas prácticas de la política.

Sin duda la actuación del alcalde de Tavernes ha sido torpe y merece reparos, pero casi resulta edificante comparada con la trayectoria política de algunos que ahora respaldan la judicialización de un asunto que, se mire como se mire, nunca debería haber pasado del ámbito local. Ver a Guillermo Barber (doblemente investigado por la ley, responsable de un presupuesto municipal declarado ilegal por el TSJ, de otro que muy probablemente correrá la misma suerte, y del aumento de la deuda municipal en más de 136 millones de euros) rasgándose las vestiduras y condenando «actitudes impropias» en un caso que económicamente ni siquiera alcanza los «mil euros de mierda» despreciados por Torró, reduce el problema a sus auténticas dimensiones que son, por seguir empleando el peculiar lenguaje del exalcalde de Gandia, menos que una mierda.

No se puede salir de la corrupción para alcanzar las cimas de la miseria política.