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EL SÍNDROME CASZELY

EL SÍNDROME CASZELY natxo francés

El delantero internacional chileno Carlos Humberto Caszely, jugador en los años 70 del Español y del Levante, dejó a la posteridad, además de sus goles, una frase épica: «a veces no estoy de acuerdo con lo que pienso». Desde el mismo día en que Diana Morant tomó posesión de la alcaldía gracias al decisivo voto de Ciro Palmer, el concejal del partido de las reformas y la ética viscoelástica ha arrastrado como un fardo el síndrome Caszely dentro y fuera de su partido, dentro y fuera del gobierno y dentro y fuera de la realidad, porque, como Caszely, nunca ha estado de acuerdo con lo que pensaba.

«No puedo hablar», dijo lacónicamente Palmer ante la prensa el mismo día en que selló el cambio de gobierno local, antes de atravesar, ya en la calle, un pasillo humano del que le llovieron maldiciones a manta, recuerdos a la familia y probablemente esa salivilla que desprende la cólera en España y que tanta distancia puede alcanzar desafiando las leyes de la física. Fueron las primeras señales del síndrome. No es extraño que el líder local de C's haya expresado recurrentemente desde entonces sus íntimas zozobras metafísicas, porque ese hombre también tiene ideología, como se ha apresurado a declarar recientemente. Lo que sucede es que aún no sabemos cuál es, sobre qué escala de valores democráticos se funda o se proyecta, ni para qué sirve a efectos prácticos, porque Palmer la guarda para sí mismo como el tercer misterio de Fátima. Es probable que lo que Palmer llama ideología sea solo un reflejo de la vieja España de «cerrado y sacristía» cantada por Machado que va mucho más allá del ideario de C's, un partido que se proclama laico y defiende una clara separación de poderes entre Iglesia y Estado.

Seriamente afectado por el síndrome Caszely hasta el punto de militar en una formación política con la que no está de acuerdo, Palmer se acalambra cuando un concejal decide manifestarse libremente en la calle contra un dignatario de la Iglesia a quien nadie ha votado, famoso hasta en el Vaticano por sus constantes exhortaciones públicas a incumplir la ley de igualdad de género. El concejal de C's debería saber que al anteponer sus convicciones religiosas personales (que, a efectos políticos, son irrelevantes) a derechos constitucionales básicos como la libertad de expresión (que por lo visto ampara a los arzobispos pero no a ciertos ciudadanos), se aleja de las señas de identidad del partido de Albert Rivera en la misma medida en que se aproxima a las posiciones tantas veces proclamadas por Torró en materia de religiosidad extrema.

La noticia publicada por Levante-EMV en mayo de 2015, poco después de las elecciones municipales, puede leerse hoy bajo una luz reveladora: «Torró apela a los 'ideales católicos y conservadurismo' del líder de C's para cerrar el pacto». Como es sabido, el pacto no se produjo, pero, por lo visto, no carecía de cierta lógica brutal ese llamamiento desesperado del exalcalde, bajo cuyo mandato el consistorio se endeudó en más de 130 millones de euros, el más elevado en casi 40 años de gobiernos locales.

El dato relevante a retener es que la desastrosa herencia económica de Torró -por citar solo una parte- no ha sido nunca, para Palmer, un obstáculo ético suficiente para impedir una moción de censura siempre latente con la que ahora vuelve a amenazar tras postularse como defensor a ultranza de un clérigo escasamente democrático y pasarse a la bancada de quienes no hace tanto le despreciaban como a un réprobo.

Al parecer, ni las instituciones ni la ciudadanía merecen tanto respeto como el que Palmer profesa al arzobispo y deberán seguir soportando las veleidades de un político presa de los tragicómicos efectos del síndrome Caszely.

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