No es probable que la idea del joven párroco de Oliva, Marcos Corbella, que sigue la moda iniciada hace unos años por algunos obispos de combatir Halloween a base de animar a los nenes a vestirse de angelitos, tenga mucho futuro. Para empezar, su propuesta lúdica se llama Holywins, que es lo más parecido a dejar la iniciativa en manos del enemigo. En la batalla de Waterloo, en la que derrotó a Napoleón, el duque de Wellington no incurrió en el error de presentarse ante sus tropas como «Napolins». lo que sin duda influyó positivamente en la moral de victoria.

Halloween será una tradición importada, impostada y pagana pero es muy divertida, mientras que Holywins parece un mal plagio forzado por el éxito de la competencia. Puesto a elegir entre disfrazarse de santo, de cadáver, de bruja o de esqueleto inquieto, un crío ni se lo piensa. Antes, cuando los más pequeños jugaban a policías y ladrones, optaban abrumadoramente por criminalizarse porque por debajo de cierta edad nadie aspira a ser Jorge Fernández Díaz, ni Cardenal Primado de España, ni experto en prevención de riesgos laborales. Los niños aman la libertad, el peligro y las catástrofes, especialmente las provocadas por ellos, y cuesta imaginarse a Tom Sawyer o al Pequeño Vampiro vestidos de santitos, salvo en calidad de infiltrados.

Si algo enseña el contrarreformismo holywins en un mundo en el que Bambi ha sido laminado por La Novia Cadáver, Harry Potter y la saga Crepúsculo es que los obispos españoles se encuentran muy alejados de la vida real en general y de la psicología infantil en particular. No solo se muestran permanentemente enfurruñados, sino que casi todo les parece mal. Cuando no la emprenden con la relajación de las costumbres, lo hacen con el «lobby gay», o con el relativismo o, como ahora, con la herejía Halloween, pero no dicen nada de la programación de Tele 5, lo que les resta credibilidad.

En la galería de fotos publicada por Levante-EMV los niños holywins disfrazados de angelitos, monjitas y frailes parecen intuir que los niños halloween, más sangrientos y revoltosos, han alcanzado un nivel de entretenimiento superior, tal vez porque la oferta lúdicofestiva del gremio al que pertenece el cura Corbella no incluía ni la creatividad macabra de la descomposición cadavérica ni la lúgubre variedad indumentaria, ni la práctica del chantaje del «truco o trato». Quizás si Corbella hubiese puesto a disposición de los niños holywins cantidades ingentes de blandiblú, bombas fétidas o la posibilidad de expulsar del templo a los mayores imitando el trepidante pasaje evangélico de Jesús y los mercaderes (en el que el Hijo de Dios aparece empuñando un látigo), la cosa, sin salirse de madre, se habría animado un poco. Pero al carecer de elementos de desenfreno o de terror, de objetos arrojadizos o inquietantes y de un mínimo de fantasía, la piadosa movida del párroco olivense está condenada al testimonio excepcional y a la rareza.

Hasta ahora lo único que ha logrado la cruzada anti-Halloween ha sido acreditar la definición -aún no superada- de Mencken sobre los pecadores: «dícese de quienes lo están pasando mejor». O el viejo chiste de Mark Twain sobre la vida ultraterrena: «el cielo me gusta por el clima, el infierno, por la compañía». Sobran martillos de herejes y falta simpatía.