El viernes se celebró el día de las librerías. En España existen unas 3.600 y cada año echan el cierre un buen número de ellas. A un país en el que la mitad de la gente no lee nunca un libro y las instituciones no han aplicado leyes de excepcionalidad cultural al sector, como sucede en Francia, le vendría bien afrancesarse un poco. En España, los libreros y las librerías independientes todavía no han sido reconocidos como lo que son: prescriptores necesarios y espacios de difusión cultural cuyo valor social precisa de un espaldarazo político urgente que se traduzca en beneficios fiscales y ayudas que -como las concedidas durante los últimos años- no sean grotescas.

Las librerías han de luchar hoy contra los efectos de la crisis, las consecuencias de la revolución digital y la piratería, y además deben combatir a gigantes empresariales como Amazon que, como recuerda lúcidamente Jorge Carrión, ha usurpado el libro como elemento simbólico del imaginario colectivo. Hace tres años los partidos de izquierda y derecha franceses impulsaron conjuntamente una ley que prohibía a Amazon ejercer la competencia desleal (mediante descuentos por encima del 5% legal establecido). Entonces, la clase política francesa hizo de la ley anti-Amazon y del proteccionismo a las librerías una cuestión de Estado. Aquí, por el contrario, tuvieron que ser los propios libreros quienes iniciasen su propia batalla legal contra las prácticas comerciales de la firma norteamericana.

Durante los últimos ejercicios el Ministerio destinaba una ridícula partida de 150.000 euros a la «revalorización y modernización de las librerías», cantidad que los libreros españoles consideraban «una limosna», más aún si se compara con los más de 9 millones presupuestados por el plan de choque francés. Este año los libreros españoles no podrán contar con esa limosna, porque ni siquiera ha sido asignada, aunque el importe destinado a los fastos del Centenario Cervantes (sin los cuales, por lo visto, no habríamos podido vivir) haya sido de más de 4 millones de euros. Por supuesto, a nadie se le ha ocurrido algo tan simple y urgente como programar un «año de las librerías».

Las nuevas herramientas tecnológicas han transformado tanto la cadena del libro -editorial-distribuidor, librería- como los hábitos de lectura y sin duda es necesario repensar el funcionamiento de un sector que no puede permanecer anclado en el pasado o a viejas rutinas. Pero creer que la inacción política es la mejor manera de abordar una situación compleja que precisa del esfuerzo y la imaginación de todos, es patético. En esa especie de autismo se ha basado la trayectoria de ministros del ramo sumamente incompetentes, como el inefable Juan Ignacio Wert, quien, mientras permaneció en el cargo, pulverizó todos los récords de rechazo público sin dejar de sonreír. También fue Wert quien desechó la idea propuesta por la Federación de Gremios de Editores de crear un bono cultural para los jóvenes, similar al aprobado recientemente por el gobierno italiano. Como el ex ministro cumplió eficazmente su papel de cortafuegos con el mundo de la cultura (que, ya se sabe, siempre desprende un desagradable tufillo izquierdoide) fue promovido a embajador en la OCDE en París con un sueldo mensual de 10.000 euros.

Hay que reivindicar las librerías y el oficio de librero con la misma fuerza que depositamos en la esperanza de que Wert no vuelva nunca a la política. Por su parte, también los profesionales deberían empezar a mover ficha colocando en sus establecimientos un aviso que rezara más o menos así: «Aquí sobrevive un librero español. C'est la guerre! ¡Viva Francia!». Como el chiste que comienza con un abogado en el fondo del mar ese sería, desde luego, un buen principio.