Nahuel González, el concejal humilde, se pasó una temporada dando la brasa con el rollo de la participación ciudadana como si hubiese descubierto la pólvora y una arista de la verdad solo al alcance de los visionarios. González nos informó de que en la Fira iba a quitarles las telarañas a los opinómetros adquiridos por Orengo para que la ciudadanía respondiese a cuestiones tan trascendentales como dónde ubicar la escultura del Tío de la Porra o qué hacer con las jardineras del Passeig. Creíamos que el concejal, en un rapto de lucidez, había llegado a la acertada conclusión de que, planteada así, la consulta parecía ideada por un niño de seis años y lo mejor era dejarla correr, pero estábamos equivocados. La amenaza fantasma empezará a cumplirse el 7 de diciembre.

El caso sirve para ilustrar cierto discurso estólido sobre la participación ciudadana basado tanto en aparentes buenas intenciones como en su inoperancia real.

En general (no solo en Gandia) no parece esperable que representantes de formaciones con graves problemas de participación interna, una vez instalados en el poder local, la practiquen con largueza respecto de la ciudadanía. De ahí que menudeen las peroratas edificantes y las pomposas cartas de participación ciudadana en la misma medida en que no se aborda seriamente la cuestión o, como hemos visto, en Gandia no se haya ido más allá del nivel de Maribel, o sea, de preguntarnos, como si fuese normal, natural, inteligente y de algún provecho dónde queremos colocar la estatua del Tío de la Porra. Es curioso comprobar cómo la crisis económica ha coincidido con tan extraordinaria floración de cráneos privilegiados en la política local.

Lo cierto es que después de año y medio de gobierno los buenos propósitos sobre la participación ciudadana no se han concretado en propuestas de gran calado. El asunto tiene interés porque es precisamente en el ámbito local donde, supuestamente, es mucho más viable la instauración de políticas participativas transformadoras. En ese sentido, las TIC, o nuevas tecnologías, ofrecen posibilidades evidentes, más allá de las que recoge la Ley de Régimen Local y precisan de una urgente actualización.

El ciudadano como codecisor y la democracia digital como realidad cotidiana son formulaciones fácilmente teorizables pero de plasmación compleja, pues, aparte de sus problemas de desarrollo, suponen un reparto de poder que los partidos, por su propia naturaleza orgánica, se resisten a transferir. Por otro lado, tampoco ha de mitificarse el papel actual de la ciudadanía, acostumbrada a ritmos participativos más que discretos y a fórmulas asociativas tradicionales. Al parecer nos hallamos, en ese sentido, en un punto de inflexión que precisa de investigación y reflexión pero que también requiere pedagogía, imaginación y coraje político. Un gobierno progresista debería haberse puesto a explorar a fondo los nuevos sistemas de participación ciudadana y su eventual proyección en la política real a la luz de la experiencia de otros municipios y de la abundante literatura especializada existente. Pero todo eso pasa por ofrecer información de calidad, abrir un debate ciudadano explícito y poner en práctica acciones no destinadas al público infantil.

¿Qué hacemos con la estatua del Tío de la Porra y qué con las jardineras, gandienses todos? La consulta, naturalmente, no contempla la opción de erigirle una estatua al humilde señor González, con el laurel de la fama coronando su testa egregia, urna de un cerebro en permanente ebullición. ¿Quién en su sano juicio no apoyaría semejante iniciativa?