En su interesante blog «Nos queda la palabra» Agustina Pérez escribía hace unos días sobre la «postverdad» o, por decirlo con sus palabras, sobre lo que siempre hemos conocido como mentiras. Con razón nos pone en guardia sobre esa expresión de moda, que se ha colado en el lenguaje mediático, consagrada por el diccionario Oxford y cierta histeria informativa, como si explicase algo insólito, producto de una circunstancia histórica que precisa de nuevas etiquetas interpretativas.

Probablemente la postverdad, tal como se propaga en los medios de comunicación, no sea más una sarta de simplezas de rabiosa actualidad que se explicarían no por una inexistente necesidad objetiva para comprender el mundo sino como consecuencia de lo que el historiador Eric Hobsbawm llamó «la destrucción del pasado». De ahí que se diga que el triunfo de Donald Trump o el referéndum sobre el Brexit o el crecimiento de la ultraderecha europea son ejemplos de postverdad, aunque sean fenómenos del viejo populismo demagógico del que ya informaron los filósofos griegos hace más de dos mil años.

La novedad de tan encopetado término, la postverdad, es que parece haber inaugurado una gran zona de sombra, una peligrosa convención según la cual la mentira pública ya no podría ser detectada -ni criticada o combatida- a partir de los principios o enfoques habituales, puesto que la sostiene un importante número de ciudadanos cuyas opiniones, en democracia, merecen respeto.

El triunfo de la razón sentimental, una contradicción que habría espantado a los ilustrados y a los padres de la tolerancia, vuelve a imponerse hoy espoleada desde la intransigencia más aclamada y parece que, como dijo el poeta, hay que joderse. Millones de ciudadanos están dispuestos a dar la batalla por «su verdad», y basta la emoción que la provoca para darle carta de naturaleza política y proclamarla abiertamente, sin complejos. Los atributos de excelencia y responsabilidad, considerados hasta hace poco como desiderátums de la vida pública y conquistas de la cultura, se han desplazado hacia centros de gravedad impermeables a la crítica, y se sacrifican en los altares de la corrección política y el espíritu de los tiempos. Toda esa porquería chorrea hacia abajo y de ella se nutren sujetos que son a la excelencia de la vida pública lo que el estrangulador de Boston a los masajes cervicales.

Las complicadas relaciones entre verdad y política fueron admirablemente descritas por Hannah Arendt en un texto muy conocido titulado precisamente así, «Verdad y política». Pero incluso las más brillantes reflexiones sobre el tema parecen hoy condenadas a las tinieblas exteriores por los nuevos profetas de lo patético y sus secuaces. Después de todo, ¿quién va a enseñarles nada que no puedan descubrir, sencillamente, con el corazón?

Ese fanatismo no es exclusivo de la ultraderecha. A los nuevos rapsodas de la postverdad habría que decirles que si quieren ampliar conocimientos se den una vuelta por España, donde desde hace años contamos con un presidente de gobierno que, a partir del recetario berlusconiano, ha cincelado sentencias inolvidables sobre la verdad como la de «todo es falso salvo algunas cosas». Con tan ilustre preceptor, ¿por qué sorprenderse de que, ya en el terreno, algunos de sus peones políticos hagan exactamente lo mismo? Guillermo Barber sigue diciendo que es mentira que la deuda municipal aumentase en 130 millones de euros durante su etapa como concejal de Hacienda, a pesar de que esa cifra es un dato oficial del Ministerio; y Víctor Soler, que ya escribió un artículo sobre la responsabilidad política sin que le estallara la cabeza, ahora insiste en pedir «decencia» a quienes llevaron a Arturo Torró a los tribunales por haber invertido cantidades millonarias de dinero público en una empresa de comunicación privada. Incluso el exalcalde apareció en La Sexta como un mártir de la malevolencia y la judicialización de la política. Sí, ¿pero dónde está el dinero?, se pregunta el portavoz del actual Gobierno local de Gandia. Qué impertinencia, qué atrevimiento en tiempos de la postverdad.