vale la pena preguntarse si la propuesta de Ciudadanos (Cs) de reabrir la televisión pública de Gandia es un disparate o tiene sentido plantearla como una hipótesis razonable. De todo eso puede y debería hablarse, y negarse a abordar la cuestión sin examinarla a fondo es situarse en la lógica del PP, cuyas ideas sobre los medios públicos son hoy tan demagógicas como ventajistas fueron en el pasado, cuando ese partido liquidó Gandia Televisió, benefició a empresas privadas con cantidades millonarias de dinero público y organizó un régimen de censura y propaganda que duró cuatro años y tantos réditos electorales le reportó.

Un gobierno que ha hecho de la transparencia y la eficacia sus puntos fuertes pero ha heredado el modelo informativo de Arturo Torró, debería haber aprovechado la propuesta de Cs para afrontar un asunto -el de los medios públicos- que es sobre todo de carácter político y que si está sujeto a restricciones económicas también debe verse bajo el prisma del derecho, no a través de un velo de ignorancia.

Si tenemos derecho a estar bien administrados, a contar con representantes públicos responsables y a que la política no sea la pocilga intelectual de la falacia, el sofisma y la estupidez sistemática, ¿por qué se da por sentado que la información no merece ese mismo tratamiento desde las instituciones y debe dejarse íntegramente en manos de empresas a las que nadie ha votado?

Asumir la propuesta de Cs de explorar la recuperación de un ente público no parece, de entrada, discutible y es una burla sangrienta que Víctor Soler, investigado por la Guardia Civil por colaborar presuntamente con dinero público en la creación de medios de comunicación favorables al PP, se atreva a pontificar sobre lo malas que son para el vecindario las teles gestionadas desde las instituciones. Precisamente el hecho de que Soler siga soltando en algunos medios lo primero que le pasa por la cabeza sin que nadie llame a los bomberos ni se le recuerden sus hazañas como censor indica el nivel medio de la calidad informativa local.

Podemos fingir que durante cuatro años no pasó nada y sigue sin pasar, pero eso no resultaría muy creíble y desde luego no sería transparente ni muy digno. Pero sobre todo sería rehuir un problema a la manera del PP, es decir, con argumentos tramposos.

Si la información está en crisis, como muchas empresas de comunicación; si su función como mediadoras independientes entre el poder y la ciudadanía está en cuestión, como lo está incluso el concepto de representatividad política en sociedades que algunos pensadores llaman «líquidas» y otros asocian a un «enjambre» digital en el que las viejas categorías que daban sentido a la política (como la esfera pública) se desmoronan, ¿alguien va a convencernos de que a la hora de pensar en la comunicación, en Gandia, lo más inteligente es no hacer ni decir absolutamente nada?

En ese escenario convulso, valorar cuál ha de ser la función de la información como «bien social» ha pasado a ser un asunto de alta prioridad en el que, lo quieran o no, están implicadas las instituciones, aún no instaladas en la cuarta dimensión. Por diversas razones, no es seguro que necesitemos una televisión o una radio municipales, pero tampoco lo contrario, y tenemos derecho a que quienes nos representan mantengan un discurso claro sobre los medios públicos que no se confunda exactamente con el gesto de escurrir el bulto. Naturalmente, nadie discute las políticas de ahorro, pero si en su nombre algunos consideran un gasto hasta la manía de pensar, bien podríamos rescatar ya del túnel del tiempo al pregonero del cornetín y presentarlo como un adelanto retrospectivo.

Comparado con la herencia mediática de Torró tampoco nos iría tan mal.