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el gran amor del sacamuelas

Mi padre, Pedro de Borja de Guzmán, y mi madre, Ana Devesa Mestre.

como les sucede a todos los mortales, mi vida comenzó cuando un espermatozoide fecundó a un óvulo. El espermatozoide pertenecía a Pedro Borja de Guzmán, dentista de profesión, natural de Ontinyent, hijo único de Miguel Borja, un bon vivant que se arruinó jugando a las cartas, y de Paquita Guzmán Company, sobrina del arzobispo Company.

El óvulo era propiedad de Ana Devesa Mestre, natural de Oliva e hija de don José Devesa, viudo, abogado y recaudador de contribuciones. Ana era la hija mayor de cinco hermanos y poseía una extraordinaria belleza. El chico había estudiado la carrera en Madrid trabajando, para poder pagarse los estudios, en la clínica del doctor Bernardino Landete, dentista de la familia real.

Comenzó a ejercer su profesión yendo de pueblo en pueblo como los antiguos sacamuelas, pero en vez de viajar en una carreta, lo hacía en una moto de la Panzer Division sacando muelas y poniendo dentaduras postizas. Tenía consulta en Ontinyent, Aielo, Canals? y un buen día alquiló una habitación en casa de los Devesa para pasar consulta en Oliva. No tardó en surgir el amor y, tras un noviazgo rápido, Anita y Pedro se casaron como mandaba la santa madre iglesia y vinieron a vivir a Gandia.

Tras gozar los placeres del amor, a los nueve meses exactos, el 13 de marzo de 1935, me presenté yo. Pero, curiosamente, en ese momento mi madre no estaba en casa. Había ido a la peluquería de Carmeta a hacerse la permanente porque era muy presumida y deseaba estar guapa para dar a luz. Al salir de la peluquería, se encontró con una amiga de Oliva que le soltó de buenas a primeras:

Anita, què guapa el vec! Per què no aprofites i vas a fer-te la foto per a la làpida?

A mi madre casi le da un soponcio y llegó a casa muy muy nerviosa. Se tomó una tila y una cucharadita de agua de azahar, me dio el pecho por primera vez y se durmió.

Mi madre, como su hermana Amparo, tenía pánico a las tormentas. Todavía la recuerdo muerta de miedo, musitando esta oración:

«L'espirit sant no pot dormir, perquè veu eixos tres núvols, un de pedra, un de foc i un de la mala ventura, que no em faça mal a mí i a ninguna criatura». Mientras, mi padre, para tranquilizarla, le decía que los truenos eran los pedos que se tiraban los ángeles.

A la hora de bautizarme, mi madre quiso que fuera en la pila bautismal de san Francisco de Borja porque, según la leyenda, los allí bautizados no podían morir a causa del rayo. Cuando el cura retiró la tapa de madera que cubría la pila de agua bendita, apareció un ratoncito muerto flotando en el agua. Mis tías Amparo, Luisa y María no pudieron evitar un grito de espanto y mi madre se negó a que me bautizaran con aquella agua.

Entonces mi padre, hombre de grandes ideas, sacó el sifón que siempre llevaba en el bolsillo, por si sus clientes necesitaban enjuagarse, y se lo entregó al cura para que me bautizara. El cura lo bendijo y fue tal la presión del chorro sobre mi frágil cabecita que mis neuronas se multiplicaron, convirtiéndome en un niño con poderes supranormales, especialmente en memoria, discernimiento y voluntad.

Vivíamos en la calle san Francisco de Borja, antiguamente llamada Vilanova del Trapig por los muchos trapiches donde se molturaba la caña de azúcar. Mientras la ciudad estuvo amurallada, la calle se cerraba a la altura del actual Paseo, por la puerta de san Bernardo o de La Sopa.

Las casas eran grandes, señoriales y solariegas. Muchas de ellas, con grandes jardines que llegaban hasta la calle de san Rafael, ostentaban en la fachada el escudo de armas que pregonaba la historia heráldica de los Abargues, el marqués de Jura Real, Morán Roda, descendiente del vizconde irlandés de William O'Morant?

Durante mis años de zangolotino no existían comercios en las plantas bajas. Esta ha sido siempre calle muy principal por donde desfila toda suerte de cabalgatas y procesiones.

En aquel año 1935, la última que desfiló fue la del Corpus. Era alcalde de Gandia, don Vicente Palmer Ripoll, que inició las obras del alcantarillado y del actual grupo escolar san Francisco de Borja. Me contaba su hijo, Vicente Palmer Terrades, que cuando estalló la guerra incivil, se presentaron en su despacho del Ayuntamiento cuatro sindicalistas del Grau con escopetas y le invitaron «gentilmente» a que abandonara de inmediato el sillón para que se sentara Marcelino Pérez Martí.

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