aunque nací con uso de razón, tuve que esperar hasta los siete años, en 1942, siendo alcalde de Gandia el doctor Jesús Fuster, padre de mi amiga Mari Juli, para tomar la Primera Comunión. Recibir por primera vez el cuerpo de Cristo era una de las ceremonias más importantes y las familias hacían todo lo posible para que al comulgante no le faltara nada. Las niñas vestían de princesas y los niños de marineritos o de príncipes de opereta. Aunque yo quise vestirme de bombero con el casco, el traje ignífugo y la manguera, no logré convencer a mi madre y acabé vestido de marinero con pantalón largo, gorra y silbato y, en la mano, el misalito de tapas de nácar y un rosario de auténticos dientes, porque en la sección de discos dedicados de Radio Gandia estaba de moda una canción de Juanito Valderrama que decía «Me voy a hacer un rosario con tus dientes de marfil, para que pueda besarlo cuando esté lejos de ti». Y como mi padre era dentista, quiso que su hijo luciera un rosario como el de la famosa canción.

Comulgué junto a Anitín Ferragut en la capilla de las monjas del Beato, de manos del padre Enrique Icardo, gran amigo de mi padre y provincial de los Camilos, una antigua orden hospitalaria fundada en 1582 por Camilo de Lelis, médico y sacerdote italiano. No podía faltar la foto de comunión y, antes de que me manchara el traje, me llevaron al estudio del fotógrafo Ibáñez, y fue tal la impresión que me causó el destello del magnesio, congelando en una placa de cristal el día más feliz de mi vida, que decidí abrazar la fotografía. Pero esta apasionante vocación no se hizo realidad hasta los 13 años, cuando tuve mi primera cámara fotográfica.

Después de desayunar bizcochos de lengua de gato con chocolate, mi madre me llevó a visitar a doña Rafaela Rignon, una elegante y simpática señora, viuda del doctor don José Melis Morell, al que un grupo de sectarios asesinó el 23 de agosto de 1936. Doña Rafaela me regaló una caja de bombones y todos sus hijos, Elvira, Carlos, Isabel, Pepe, Maruja y Rafaela me besuquearon y, mientras doña Rafaela y mi madre tomaban el té, me llevaron casi en volandas, como en un cuento de hadas, a un mágico desván donde parecía flotar polvo de oro en el aire. Se disfrazaron con ropas antiguas que sacaron de un gran armario de luna y en un gramófono de bocina la Voz de su Amo, Isabel puso La Sinfonía de los juguetes de Leopold Mozart. Todos comenzaron a bailar a mi alrededor mientras en un estereoscopio de caoba, Pepe introducía bellísimas postales para poder verlas en relieve como si cobraran vida y se salieran de aquel extraño aparato.

-No le pongas chicas desnudas, que acaba de comulgar -le advirtió Maruja.

También había una calavera a la que llamaban el abuelito Fermín en recuerdo de su abuelo el doctor Fermín Melis que, según me contó Carlos, fue condecorado con la Gran Cruz de Sanidad por su abnegada labor durante la epidemia de cólera morbo que asoló Beniopa en 1884.

La Casa de la Torreta, construida alrededor de uno de los torreones de la antigua muralla de la calle Duque Carlos, fue para mí una torre llena de encanto; no sólo por lo que en ella se guardaba, sino principalmente por sus moradores, los Melis, unos personajes de película. Desde doña Rafaela, que bien podría haber encarnado a la encantadora viejecita de El quinteto de la muerte, hasta todos sus hijos, guapos, simpáticos, con un encanto especial, dignos de protagonizar cualquier película de Frank Capra o de Billy Wilder.

Han pasado 75 años de la primera vez que visité la Torreta. Los recuerdos permanecen indelebles desde Rafaelita, la hermana pequeña que fue mi amor platónico, hasta Isabel, la de la mirada dulce, madre de mi amigo Toni Durá. Pero sobre todo recuerdo a Pepe, que me contagió el amor por la buena vida. Si tuviera que elegir al protagonista de la película de los Melis, sería él, Pepe Melis. Un médico simpático, extrovertido y generoso, que tenía entre sus pacientes, desde las marquesas de González de Quirós, hasta el más modesto pescador del Grao. Y para un bonito final de la película, nada mejor que su boda con Leyla, una bellísima italiana que parecía salida de los estudios romanos de Cineccità.