corren malos tiempos para los nacionalismos democráticos. Al calor de los acontecimientos de Catalunya se ha desatado un discurso españolista recentralizador que ni siquiera ofrece expectativas. La polarización de los nacionalismos español y catalán no permite situarse fácilmente en posiciones progresistas integradoras, aunque estas sean las más razonables a juzgar por las desastrosas experiencias recientes, resultado de años de clamorosa desidia política.

Si algo se ha comprobado durante el último mes ha sido la enorme dificultad de la gente para orientarse en una crisis territorial que viraba de un día a otro hacia lo insólito, obligaba una y otra vez a un replanteamiento general y dejaba un rastro de medias verdades y banderas por las que había que optar ciegamente para evitar ser señalado como desafecto a cualquiera de los sentimientos patrióticos en liza.

Una de las consecuencias de ese formidable antagonismo, menos ideológico que simbólico y sentimental, ha sido la demonización, efectuada desde la derecha española, del resto de nacionalismos democráticos que, como dirá próximamente cualquier sucursalista valenciano o ya habrá dicho Isabel Bonig, «sabemos a lo que nos llevan». La idea de que todos los nacionalismos (salvo el representado por el PP) son igualmente perversos y contienen un idéntico germen sedicioso o desestabilizador no es una novedad, aunque sí lo es su formulación actual, que parece contar con coartadas inéditas a partir del conflicto catalán. Pero no hace falta ser nacionalista para impugnar esa treta demagógica que hoy juzga a otras fuerzas políticas democráticas sobre la falsilla catalana, como otras veces las ha sentenciado sobre la del izquierdismo «radical». Si el nacionalismo valenciano, por ejemplo, no roba ni vulnera la ley y representa legítimamente a sus votantes, atacarlo desde el sucursalismo españolista resulta democráticamente siniestro.

El recurso de la derecha regional es, como siempre, bien sencillo: denunciar con los aspavientos de rigor que el gobierno valenciano está infiltrado de «separatistas» para desacreditarlo en bloque, a ver si cunde el pánico. Esa estrategia no muy escrupulosa insiste en lo que hace un mes gemía uno en estas mismas páginas: ¿qué vendrá luego, la inmersión lingüística y el «España nos roba»?

El hecho de que, en efecto, España nos robe, o financie más que deficientemente a la Comunitat Valenciana, no parece inquietar a esos portentos. La infrafinanciación de la Comunitat no es una opinión sino un dato admitido por la patronal, los sindicatos y casi todos los partidos que intenta ocultarse desde el sucursalismo más ruinoso, el que ayer dilapidaba el dinero de los valencianos en saraos, megalomanías y latrocinios y hoy no pide cuentas al gobierno central.

Es el mismo sucursalismo que representa Víctor Soler, el de la Púnica, quien lejos de exigir un trato económico justo justa para su Comunitat ha fulminado de nuevo la lógica más elemental soltando la sandez de que «la Generalitat nos roba porque no nos da la financiación que Gandia necesita».

Esas perversiones políticas, tan de baja estofa, tan irresponsables y tan poco honestas con los hechos, van a ser moneda corriente a año y medio de los próximos comicios autonómicos y constituyen, lisa y llanamente, un engaño.

Aunque se envuelvan en la bandera de España o agiten el espantajo del «catalanismo radical», ¿cómo vamos a olvidar a quiénes nos robaron y a quiénes nos roban?