cuando lo mejor que podría ocurrir con los himnos nacionales es que soltaran el lastre de sus letras, completamente desfasadas, y las emociones se fundiesen en el lenguaje universal de la música, en España la derecha se ha vuelto histérica dando pábulo a las chorradas que Marta Sánchez ha embutido en la Marcha de Granaderos como otros hacen morcillas.

El día que la derecha española consiga desternillarse públicamente con lo cómico entrará en la modernidad por la vía del sentido del ridículo. Pero por ahora la derecha del país (la vieja y la nueva) solo es capaz de producir espectáculos que no pagaríamos por ver.

Aunque habríamos pagado por no escuchar la letra de la señora Sánchez, un calco temático de otro bodrio musical llamado Soldados del amor, perpetrado ante las tropas españolas destinadas a la Guerra del Golfo. Entonces, Sánchez soltaba cosas como «No sé cuánto tiempo pasaré sin ti, sin el poder que me das a mí».

Sin el eximente de la juventud y con el agravante de la reincidencia, ahora Sánchez ha incurrido en los mismos abusos prosódicos: «Hoy te canto para decirte cuánto orgullo hay en mí, por eso resistí. Crece mi amor cada vez que me voy, pero no olvides que sin ti no sé vivir». Me, mí, en mí, a mí, sin ti. ¿Cuál es la diferencia, señoras y señores del jurado, siendo idénticos el modus operandi y el arma del crimen? La obra de Sánchez raya a la altura de los versos que le escribía Fernando VII a María Cristina de Borbón: «Cada vez que pienso en ti, mi corazón hace pí, pí, pí». Así vamos mal, porque en esto de exhibir los sentimientos, además de un corazón que haga pí, pí, pí, se necesita cierta dosis de materia gris.

A pesar de que era fácil reparar en esas penosas coincidencias, al alcance de cualquier cultura general, la derecha española, la vieja, la nueva, se apresuró a explotar el «Himno de Sánchez» como si fuese un asunto de Estado que debíamos tomarnos muy en serio y celebrar con ardor.

Como para la derecha el sentido del ridículo es antipatriótico, sus mejores cerebros, con el del Presidente a la cabeza y el de González Pons esponjándose hasta los límites de la realidad, empezaron a bullir y a soltar (en Twitter, en las teles o donde les pillara el cuerpo) que sí señor, que ya era hora, que Marta Sánchez tenía que cantar su himno en la final de la Copa del Rey «como en la Superbowl» (González Pons), que «la inmensa mayoría de los españoles nos sentimos representados» ( Mariano Rajoy) o que la salida de Sánchez era «valiente y emocionante» ( Albert Rivera).

¿Pero no habíamos quedado en que nos íbamos a regenerar? El cuadro no podía ser más rancio: una oportunista rescatada como tonadillera cañí y como musa, los estadios de fútbol relanzados como escenarios de afirmación patriótica y el populismo más cínico consagrado como caladero de adhesiones inquebrantables. ¿No son los mismos elementos adoctrinadores con los que el imaginario franquista proyectaba su idea de la patria, ahora con las televisiones del régimen cumpliendo eficazmente la función del NO-DO?

Quienes crean que el himno español necesita imperiosa o imperialmente una letra, que lleven sus arrebatos al Congreso de los Diputados, que para eso está, y a ver qué pasa. Sería, al menos, una señal de actividad política, no de esa clase de demagogia doctrinaria y barata que creíamos propia solo de independentistas y chavistas.

Cuando la derecha deje de apropiarse de los símbolos del Estado, de repartir credenciales de patriotismo y de hacer «pí, pí, pí» para complacer a la fogosa hinchada del «lo, lo lo» daremos una fiesta. Una fiesta, por supuesto, nacional. El tiempo se nos va en quimeras.