Como le pasa con todo, la derecha española también se ha hecho un lío con la huelga y la movilización del jueves pasado. A destiempo, después de desdecirse y de los papelones habituales, la derecha decidió sumarse a la corriente reivindicativa, pero solo un poco, retóricamente, lo bastante para poder decir que ellos estaban en contra, pero a favor, que las reivindicaciones del día 8 eran justas, pero «rancias», y así sucesivamente. Ocurrió lo mismo con el divorcio, con la ley del aborto y la del matrimonio gay y ocurrió con la de igualdad.

La derecha intemporal parasita los avances sociales mientras los combate sin descanso por tierra, mar y aire: en los tribunales, en el Congreso, donde se tercie. Esa mentalidad inmovilista que hoy afecta directamente a los derechos de las mujeres es idéntica a la que mantiene el núcleo duro de la Iglesia, y su coartada consiste en presentar a las ministras del gobierno como ejemplos de feminismo real. ¿Acaso no demuestran todas ellas que en España se puede ser modernísima y españolísima sin necesidad de sumarse a las reclamaciones del 8 de marzo? El inmovilismo siempre resiste hasta la última trinchera y reclama los progresos logrados a su pesar como éxitos propios. De ahí que un franquista como Fernando Suárez, exministro de la Dictadura y fundador de AP, germen del PP, diga sin complejos que fueron ellos los que trajeron la democracia y que «deslegitimar el franquismo pone en riesgo la Corona». Fraga, que fue embajador en Londres, pero en vez de traerse el liberalismo en la cabeza se trajo un bombín, también reivindicaba el franquismo, el legado de orden del franquismo, contrario a cualquier clase de manifestación callejera no folclórica u oficial.

Quienes piensen que las movilizaciones del jueves son testimoniales o episódicas, se equivocan y deberían preguntarse por qué iniciativas como #MeToo han creado entre las mujeres occidentales un sorprendente cierre de filas prácticamente sin fisuras. Porque si es cierto que el movimiento estadounidense ha mostrado un lado puritano e inquietante, y ha lesionado principios jurídicos elementales como la presunción de inocencia, ¿cómo es que, a pesar de todo, ha provocado una adhesión internacional masiva entre las mujeres? La respuesta es, quizás, que esa situación se produce en un nuevo contexto reivindicativo que implica un cambio de dimensiones históricas en el enfoque del problema, como demostraron los millones de ciudadanas que el pasado jueves salieron a la calle. Por decirlo en el lenguaje de las manifestantes, las mujeres están hasta el coño. Hasta el coño de la brecha salarial, de los techos de cristal, de tener miedo, de leyes que las relegan, de una visión del mundo patriarcal y de ser las perdedoras de la especie humana desde el Génesis.

Parece que, tras las manifestaciones del jueves, todos nos hayamos vuelto repentinamente conscientes del problema, capaces de situarnos, por fin, en la longitud de onda de las mujeres. Pero no es así, ni puede serlo sin hechos positivos, sin políticas explícitas creadas desde arriba que transformen las exigencias de las manifestantes en derechos legales, consuetudinarios, capaces de formar una cultura igualitaria reconocible.

La historia española reciente demuestra que esos cambios necesarios no vendrán de la mano de una derecha que sigue atribuyendo a problemas sociales evidentes un sesgo ideológico radical o «de izquierdas» y considera «rancio» hasta el derecho constitucional a la huelga. No vendrá de la mano de ministras de Igualdad que no van a manifestaciones por la igualdad. Ni de la mano de presidentes de gobierno que, al ser preguntados por la brecha salarial, hacen un gesto de disgusto. Ni vendrá del silencio de los retardatarios de la historia que no se enteran de lo que piensan las mujeres.