desde que el profeta Isaías dijo «Bailad, bailad, malditos» el asunto del baile, suelto o agarrado, a lo largo de la historia daría para escribir varios libros con curiosas ilustraciones.

En la prehistoria, según los restos hallados en Atapuerca, los hombres bailaban solos alrededor del fuego para celebrar el éxito de sus cacerías. Los sumerios, los acadios y los egipcios, más refinados, ceremoniosos y sicalípticos, bailaban en parejas. Los griegos, siempre tan filosóficos y amantes de la mitología, preferían bailar con sus dioses. En el imperio romano los bailes solían acabar en bacanales mientras los cónsules, procónsules y centuriones se refocilaban en los triclinios. Mucho más refinados eran los bailes de las bellas huríes del Islam con la insinuante danza del vientre mostrando el inicio de su pubis intonso. En la Italia del Renacimiento, los Orsini, los Medicis y los Colonna danzaban en sus palacios al son de la música de Gabrielli, Gesualdo y Locatelli. Pero ninguno como el famoso «Baile de las castañas» en la corte vaticana del papa Alejandro VI, donde hermosas mujeres semidesnudas bailaban recogiendo castañas del suelo con los dedos de los pies, tal como lo describe Johannes Burchard en su «Dietario». Más tarde, Versalles sorprendió al mundo con los fastuosos bailes del Rey Sol, donde la aristocracia, dando un paso adelante y otro atrás, esperaba la llegada de la guillotina. Pero el broche de oro del baile, la elegancia y la alegría estallaron en Viena con los valses de la familia Strauss y nadie pudo resistirse al Vals del Emperador, al Danubio Azul y a los Cuentos de los bosques de Viena.

Las dos guerras mundiales desatadas por el nacionalismo, sangre sudor y lágrimas, atenuaron durante algún tiempo las ganas de bailar, pero al finalizar la segunda guerra renació la música y los foxtrots, bugui-bugui, tangos, boleros, charlestones, pasodobles, jazz? y trajeron de nuevo la alegría y el mundo entero se puso a bailar.

En la España de los años 40 bailaban los coros y danzas de la Sección Femenina. Algunos miembros de la iglesia todavía ponían reparos al baile agarrado. A estos curas se sumaba el misógino Sabino Arana, fundador del PNV, defendiendo la excelencia del baile suelto como el aurresku, calificando al baile agarrado como baile español, «un baile que causa náuseas, liviano, asqueroso y cínico con el abrazo de los dos sexos». ¡Si en vols més para el cabàs!

Aquí en Gandia, en los años 50-60 en que mi generación terminaba el bachillerato, bailábamos los boleros de los Panchos, las canciones francesas de Edith Piaf y la música de Los Platters todo lo agarrado que nos permitían las chicas, porque la música lenta nos permitía un baile más íntimo y afectuoso. Fue entonces cuando comenzamos a bailar en casas particulares, con pocas parejas y poca luz para favorecer, entre suspiros, los besos furtivos. Pero al llegar la Feria y Fiestas, las madres de las chicas preferían que bailáramos el Rigodón, un acontecimiento social de mucho relumbrón y una magnífica oportunidad para encontrar un buen partido. El Rigodón se celebraba en Fomento, el viejo cementerio de elefantes con olor a humo de tabaco y a posos de café, donde los conserjes, Centella, Ángel y Joaquín, que también ejercía de peluquero, prohibían la entrada a los que no eran socios.

El Rigodón parecía una parodia cursi y pueblerina de las puestas de largo que veíamos en las películas de la alta sociedad. El Ayuntamiento nombraba a dedo a la Reina de las fiestas y esta elegía a sus damas de honor, que debían agenciarse a sus respectivas parejas. Los chicos alquilaban un esmoquin en la ropería Insa de Valencia por 100 pesetas. Recuerdo a la madre de uno de mis amigos, empeñada en que su hijo destacara del resto, le alquiló un frac de cola de pingüino y una chistera de siete reflejos. Ni qué decir tiene que el chico causó sensación.

Las chicas tenían muchas más posibilidades creativas para el vestido. Unas, con el traje de boda de sus madres convenientemente retocado por la modista de confianza. Otras, recurrían a cortinas y manteles caseros de extraordinaria calidad y se confeccionaban el traje por el célebre «Sistema Martí de corte y confección». Había también quien alquilaba un vestido de ceremonia en la ropería de Insa. Y algunas pocas, si la cosecha de la naranja había sido buena, acudían al modisto Alejandro para que les creara un modelo de alta costura.

Doña Concha, la mujer del pintor Gonzalo López Rancaño, era la maestra de ceremonias para la puesta en escena y, dos semanas antes de la gran cachupinada, ensayaba uno y otro día los pasos, dengues y reverencias de aquella contradanza de una sociedad pequeño-burguesa que se apagaba poco a poco.

He rescatado del archivo tres viejas fotografías del Rigodón donde el lector podrá apreciar la felicidad y la alegría que embargaba a todos los participantes. Como siempre, las imágenes traerán a los lectores un montón de recuerdos y, sobre todo, la nostalgia de un tiempo pasado que no volverá.