"Yo cogía el palo de una escoba y golpeaba el colchón hasta que me quedaba sin fuerzas". La rabia, una rabia intensa, acompaña al dolor tras la muerte de un hijo. La primera tarea es "desenvenenarse", transformar ese odio en amor y para ello es necesaria la ayuda profesional.

El dolor, compara Mercé Castro, es una piedra enorme en el pecho. Ha ido formándose con sedimentos de otras pequeñas pérdidas a lo largo de la vida y la desaparición de un hijo la clava. El duelo consiste en irla deshaciendo poco a poco. Con ella se abre el resto de heridas abiertas. Por eso duele tanto, pero el resultado, asegura, es una persona mejor. Mercé Castro, redactora jefa de la revista Lecturas, sabe de lo que habla. En 1998 toda la familia viajaba por la autopista. Un coche se salió de la calzada, cruzó la mediana y les embistió. Todos resultaron heridos pero Ignasi, el hijo mayor, de 15 años, no sobrevivió.

Tras años de duelo, la periodista es capaz de hablar con serenidad de todo aquello. Y ha querido compartir su experiencia, demostrar que, aunque parezca imposible, se vuelve a sonreír. Ha escrito un libro, Volver a vivir. Diario del primer año después de la muerte de un hijo, ha creado un blog e imparte conferencias. Ayer estuvo en Valencia, en el Ateneo Mercantil, de la mano de la Asociación Viktor E. Frankl.

Tapar la herida no sirve

Mercé asegura que el amor, dado y recibido, es lo único que importa. Entre sus consejos -"no hay nada válido o no válido, sólo lo que funciona"- está el de hablar del hijo y de la muerte, sobre todo en casa. "El silencio para tapar la herida no sirve, las heridas tapadas se infectan y enferma toda la familia". La escritora reivindica el dolor "impotente" de los abuelos y recomienda no "magnificar" al hijo que se ha ido en detrimento de los que han quedado.

Sobre todo invita a aferrarse a todo aquello que proporcione alegría. Cocinar, viajar, disfrutar del sexo -"una madre que ha perdido a un hijo se queda seca y fuera de la realidad y hacer el amor la devuelve a ella"-y hacerlo sin sentido de culpa. Al final del penoso túnel del duelo el hijo perdido, concluye, se instala en el corazón para siempre.