­Aunque Blancanieves y los siete enanitos se esfuercen en engañar a la vista, el muro donde están pintados tiene alambrada con pinchos y simboliza el fin de la libertad. Es uno de los contrastes que salpican la unidad de madres de la cárcel de Picassent. Pero hay otros. En las celdas, por ejemplo. El férreo portón verde con enorme pestillo, las rejas de la ventana y las humedades que serpentean las paredes del cubículo chocan con la cuna llena de peluches y juguetes coloridos situada junto a la cama de la madre. El conjunto daña a la vista. Ahora bien: no hay contraste más insoportable que el de ver corretear con una sonrisa en la boca a la pequeña Kate, de un año, mientras su madre llora a lágrima viva al contar su historia.

Se llama Paola, es costarricense, tiene 21 años y lleva dos en prisión. La detuvieron nada más aterrizar en Manises. Consigo llevaba cuatro kilos de cocaína y una hija en el vientre. Entrar a la cárcel la sumió en una depresión. Estaba sola en España y su hijo, que ahora tiene 7 años, se había quedado con sus abuelos a 8.000 kilómetros de distancia.

Tras el parto de Kate, la pequeña entró en la prisión. La alternativa era enviarla a un centro de menores tutelado por el Estado o buscarle una familia de acogida. Paola prefirió no despegarse del bebé. «Si hubiera tenido familia en España no habría permitido que mi hija se quedara en la cárcel porque sé que fuera hay una vida mejor para ella», asegura. Pero no tenía a nadie cerca y decidió encerrar a su niña entre las rejas de Picassent.

Es la decisión más común entre las reclusas extranjeras. Se acogen a la ley de 1995 que permite la estancia de los hijos en la cárcel hasta los 3 años. Es una norma legal con firmes detractores. Aunque se haya rebajado la edad máxima en prisión de los 6 a los 3 años, muchos colectivos denuncian la vulneración de los derechos del niño que supone esta medida.

A Antonia no le extraña. Tiene 40 años y apenas lleva una semana en Picassent cumpliendo condena por robo. Se ha traído con ella a Teresa, su hija de 19 meses. En una estancia anterior entre rejas había parido y criado a Magdalena. «Pero esto no es lo mismo. Si nacen aquí, como la Magdalena, pues no han conocido otra cosa. Pero la Teresa lo está pasando muy mal. Cuando la cierran en el chabolo llora y toca la puerta para que le abran. Esto es muy fuerte para un crío. Y yo lo siento por ella», cuenta Antonia, de etnia gitana como la mayoría de españolas del módulo 16.

¿Y entonces, por qué no la dejó fuera del trullo? «Porque mi marido atiende a 8 hijos y ya no puede más», justifica. Pero quiere dejar clara una cosa: «La condena la tenemos que pagar nosotras. No tienen por qué pagarla los chiquillos. No —remacha—, porque esto es muy fuerte…».

Fuerte para los niños, pero más llevadero para las madres. En eso coinciden todas ellas. Estas presas reciben el cariño de sus hijos, permanecen más ocupadas durante el día, y se ven inmersas en un ambiente más jovial y alegre. No en balde, al módulo de madres de Picassent se lo conoce como la bombonera. Por las razones anteriores, y por otras ventajas: las celdas son un pelín más amplias; no tienen que compartir habitación; su módulo es cinco veces menos numeroso que el resto; reciben más tención de organizaciones solidarias; y a las internas se las puede dejar más sueltas y bajo una autoridad más relajada, detalla una de las funcionarias encargadas del módulo.

Estos privilegios, orientados a facilitar la maternidad y ayudar a los niños, constituyen un arma de doble filo. La subdirectora de la prisión alerta de la «mala utilización» que algunas madres hacen de sus hijos. Con ellos como excusa, pretenden condicionar a las autoridades carcelarias en cuanto a permisos u otros beneficios. La dirección intenta evitarlo al máximo. Respetando siempre una consigna que formula el director adjunto de la cárcel: «nuestra misión es privilegiar siempre que podamos el interés del menor».

14 horas diarias en la celda

El día a día de los niños de la cárcel lo marca la monotonía y la rigidez de horarios. De 9.30 a 17 horas permanecen en la guardería. Los murales que podrían encontrarse en cualquier otro centro infantil («Los oficios», «Los animales», «Los transportes») se mezclan aquí con puertas con tiradores de hierro y cancelas enrejadas por las que deben cruzar cada mañana. Una de las tres educadoras del jardín de infancia explica que, «hasta el año y medio o los dos años, los niños no son conscientes» de la situación en la que se hallan. Pero después, a medida que van saliendo a la calle algunos fines de semana, «son más reacios a volver» a la prisión.

Además de las condiciones propias de la cárcel (humedades, frío en invierno, interrupciones del agua caliente, espacios pequeños, recursos limitados), el mayor inconveniente para la formación de los menores es «que no cambian de ambiente». Ni la familia, ni el parque, ni el supermercado, ni el cine ni la calle. Para Kate y sus 20 amiguitos, no hay nada más allá de la guardería, el patio, el comedor, la ludoteca, la sala de día, los pasillos y la celda. En la celda, de unos 9 metros cuadrados, permanecen encerrados hasta 14 horas al día. Entre las 21 y las 8.30, y de las 14 a las 16.30 aquellos que no comen en la guardería.

Aunque los pequeños cuentan con educadoras, pediatra, pedagoga, psicóloga y trabajadora social, todos coinciden en que no es un lugar adecuado para niños. Por ello, la política actual de Instituciones Penitenciarias busca sacar a los menores de los recintos carcelarios. La última propuesta, que marca un antes y un después en la cuestión, es la creación de las unidades externas de madres. Se trata de edificios con un aspecto radicalmente distinto al de la cárcel y que reúnen los espacios necesarios para atender a madres e hijos. La vieja y espartana celda se cambia por un minipiso con salón, dormitorio, baño y cocina.

En Palma de Mallorca y Sevilla ya son una realidad. En la Comunitat Valenciana está proyectada una infraestructura de este tipo. En principio iba a ubicarse en el complejo penitenciario de Picassent. Ahora, la falta de terrenos apunta más hacia el centro alicantino de Fontcalent, según explica la dirección del centro valenciano. Se desconoce cuándo empezará la construcción del nuevo centro y qué año entrará en funcionamiento. Tampoco es seguro que todas las madres reclusas de la Comunitat Valenciana con hijos menores de 3 años acaben allí y se desmantele la unidad maternal de Picassent. Todo está en el aire.

Todo, excepto que 21 niños de 0 a 3 años siguen hoy inocentemente encarcelados en Picassent. Sus madres, entre ellas Marta (nombre ficticio), protestan por las bronquitis y las neumonías que algunos retoños cogen por culpa de las humedades o la falta esporádica de calefacción y agua caliente. Otras tienen la misma preocupación de Paola, que no sabe qué ocurrirá cuando su hija cumpla tres años y a ella todavía le queden cinco de condena. Mauricia, una dominicana de 37 años, insiste en pedir la extradición para reencontrarse con sus otros tres hijos, a los que no ve desde que entró en Picassent porque, insiste una y otra vez, le cambiaron la maleta en el aeropuerto.

Cada una expresa su temor o inquietud, la mayoría de veces más relacionados con las madres que con los propios niños. Rompe la tendencia Sonia, una joven de 23 años venida de Guinea Ecuatorial y encerrada por una agresión. Tras darle el pecho a su Frédéric, de cinco meses, Sonia explica la lección que ella ha extraído de su estancia en Picassent: «Por lo menos aprenderemos que, antes de cometer un error, hemos de pensar en nuestros hijos». Desgraciadamente para Frédéric, Kate, Teresa y los otros 18 chiquillos, el error ya ha sido cometido. Y aunque en la historia aparezcan Blancanieves y sus enanitos, ni esto es un cuento ni para ellos tendrá un final feliz.