Durante la temporada ya en curso y la siguiente, la Orquestra de València va a conmemorar los 150 años del nacimiento de Mahler (en 1860) y los cien de su fallecimiento (en 1911). Su arranque se ha distinguido por la puesta en práctica de unas cuantas ideas felices.

En primer lugar, se ha escogido una de las obras más quintaesenciadas del compositor, las cuatro Canciones del camarada errante. Los sendos representantes máximos de las dos Escuelas de Viena, la clásica y la atonal, que la flanquearon marcaron con lucidez orígenes y consecuencias.

El timbre del barítono danés Bo Skovhus (Ikast, 1962), hoy en día más abierto aún que en el recital que hace ocho años dio en la Rodrigo, quizá no guste a todo el mundo; no, desde luego, a quienes tienen la de Dietrich Fischer-Dieskau como la voz de barítono prototípica. Nadie podrá, sin embargo discutirle que la maneja con aquella prodigiosa técnica que hace que el oyente pierda la consciencia de ella para concentrarse en el ajuste de la expresión a los mensajes textuales y musicales. La extraordinaria sensibilidad del acompañamiento realzó en todo momento la intensidad de sentido opuesto, particularmente en momentos clave como el clímax de la tercera canción y la coda de la última.

Otra decisión sin duda acertada ha sido la de mantener la disposición centroeuropea de los instrumentos sobre el escenario. En las Cinco piezas op. 16 de Schönberg ya se notó la ventaja de que los distintos colores sonoros que se sucedían procedieran muchas veces de lugares enfrentados. Sea como fuere, la versión fue sensacional en su conjunto y especialmente lograda en sus tres fragmentos centrales: el puntillista segundo, el estático tercero y el escabroso cuarto. Algo menos de entusiasmo despertó una Júpiter de Mozart. En el primer movimiento, el fraseo del primer tema resultó poco tenso y el del segundo demasiado relajado. En la recapitulación del segundo tema del final hubo unos diez compases en los que media orquesta anduvo un compás por delante de la otra. Basten como indicios.