Un juez de Nueva York acaba de dictaminar que el color rojo no pertenece a nadie, ni siquiera a los rojos: y en consecuencia archivó la querella que el diseñador Christian Louboutin había presentado meses atrás contra su colega ya fallecido Yves Saint Laurent. De la sentencia se deduce que cualquiera puede ejercer de rojo y/o emplear ese color para propósitos comerciales sin necesidad de pagar derechos de autor al mentado Louboutin (o a la SGAE, si fuera el caso).

Alegaba el querellante que la suela roja característica de su línea de zapatos de señora había sido fusilada por los modistas de Saint Laurent, con graves perjuicios para su propia imagen de marca. El juez, que además de neoyorquino parece algo escéptico, falló sin embargo en contra de Louboutin, al estimar que el demandante "no tiene muchas posibilidades de probar que su suela roja goza de la protección de una marca registrada".

La sentencia ha de ser un alivio para la casa Saint Laurent y, lo que es más importante, cierra la vía judicial a quienes pudieran sentirse con igual o mejor derecho que Louboutin a demandar la propiedad intelectual del color rojo.

Roja es, por ejemplo, la tonalidad de la bandera de la República Popular de China que los herederos un tanto fenicios de Mao podrían reclamar como propia y hasta autóctona, aunque copien todo lo demás. A fin de cuentas, el estandarte oficial de los chinos tiene una antigüedad mucho mayor que la de las suelas rojas patentadas por el francés Louboutin en el reciente año 1992. Dadas las enormes facultades mercantiles de ese país que riega con sus productos los bazares de todo el planeta, estremece la sola idea de que la China Roja obtuviera en un juzgado el derecho a usar en exclusiva el color que le da nombre.

No es el único ejemplo de manual. También la popularísima Coca-Cola usa una variante del rojo como imagen corporativa: e incluso el Winston de batea con el que traficaban hace años los contrabandistas gallegos se identifica con ese color. Igualmente, los nostálgicos de Adolfo Hitler podrían sentirse tentados a reivindicar la patente de tal coloración, habida cuenta de que el tinte de fondo de la bandera nazi -si bien oculto por la cruz gamada- era inequívocamente rojo. Como acaso corresponda, todo sea dicho, a un partido que se adjetivaba "socialista" y "de los trabajadores" de Alemania.

Más notable aún resulta el caso de los papas de Roma. Los usuarios de la silla de San Pedro suelen calzar zapatos del color de la sangre, aunque los de Benedicto XVI -que es neutral en estos asuntos de moda- no lleven la marca de Louboutin ni la de Saint Laurent, sino la de Adriano Stefanelli: un diseñador de Novara que también tiene entre sus clientes al presidente Barack Obama y al patriarca ortodoxo Alessio II. Razones de pedigrí histórico no habrían de faltarles a los pontífices para reclamar la patente de los zapatos colorados; pero se conoce que el Espíritu Santo no les inspiró la providencia de apuntar la marca en el correspondiente registro de la propiedad.

Como quiera que sea, la sentencia recién emitida por un juez de Nueva York tiene la virtud de liberar de copyright y, por tanto, hacer de uso público el color rojo: ya sea en la suela de los zapatos, ya en cualquier otro objeto. Quedan abiertas, eso sí, otras cuestiones de no menor fuste, tales que la posibilidad de que un color, un olor o una palabra puedan ser registrados como marca comercial en exclusiva.

Es el caso de los rojos de toda la vida que, al igual que el Papa, no tuvieron el elemental cuidado de patentar el color que simboliza su ideología en el registro pertinente, de tal modo que ahora no pueden exigir derechos de autor. Lástima para la SGAE. Al menos, el zapatero Louboutin lo intentó.