Me alegra coincidir con Emili Piera -cuyas jugosas columnas leo siempre interesada- en la común apetencia por la "Odissea" en la magnífica versión de Joan Francesc Mira (autor, entre tantas buenas páginas, de una de las mejores novelas de los últimos años: "El professor d'història"). La citada "Odissea" también se había agotado en la librería Leo, como a Piera le sucedió en La Traca. Afortunadamente, persisten estas librerías donde se preocupan diligentemente de localizar y proporcionar los libros deseados. Y, como el propio Mira atestigua en su prólogo: "No hem perdut tota l'esperança, si Homer pot ser llegit encara d'una manera discretament extensa i renovada".

Pensaba en todo esto cuando acudí anteayer a la charla de Espido Freire en el Palau de la Música, dentro del ciclo literario coordinado por Fernando Zabala. El asunto, "¿Qué nos gusta de la novela histórica?", brindó a la conferenciante ocasión de hablar de su más reciente obra, "La flor del norte", en torno a un cautivador personaje, la princesa noruega Cristina, que, en los oscuros años de la lejana Edad Media, vino a España para casarse con un infante de Castilla, y aquí murió en plena juventud. (Yo he visto su tumba en la colegiata de Covarrubias.)

Espido Freire, premiada escritora, leída columnista de escogida formación académica y rico bagaje cultural, supo subrayar que el gusto actual por la novela histórica no es sino una variante del gusto por las historias en general, los relatos, los cuentos. Y que, desde "Los tres mosqueteros" a "El nombre de la rosa", de Dumas a Umberto Eco, existe un amplísimo repertorio no tan clasificable en moldes vacuos como tiende a hacerse superficialmente. De todos modos, dejó bien claro que comete grave error quien pretenda conocer la historia real por medio de la novela, que sólo puede ser un complemento que ayude a interpretarla, a revivirla. Resultó curioso y revelador que, al final de su intervención, después de haber pasado revista a buen número de títulos y autores, acabara confesando, como lectora compulsiva desde la infancia, su inveterada pasión por Shakespeare.

Naturalmente. Ellos, los grandes, nunca nos defraudan. Así, releemos ahora a Dickens (su bicentenario nos conduce a ello gratamente) con renovado placer. Y descubrimos, como se apresuran a señalar muchos comentaristas, tantas concomitancias con nuestra agitada época, que nos lo hacen más cercano y palpitante. Amén de sus imprescindibles novelas, su faceta de fundador y escritor de periódicos nos lo aproxima todavía más. Son admirables las crónicas de "The uncommercial Traveller" que publicó desde 1860 hasta su muerte, en 1870, y que la Editorial Gadir publicó hace un par de años en una selección traducida por Pedro Tena con el título de "El viajero sin propósito". En ellas, Dickens recorre Inglaterra, Francia, Suiza e Italia con dotes de observador incisivo, haciendo -ya entonces- periodismo de investigación y denuncia, sin perder el incomparable estilo literario que funde erudición y humor en una amalgama magistral. En efecto, los grandes nunca defraudan.