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I Congreso Nacional de Moralidad en Playas, Piscinas y márgenes de ríos. 1951.

Valencia, centinela de la moral de sol y playa

El escritor andaluz Daniel Blanco Barra desarrolla en «Los pecados de verano» una historia de ficción ambientada en el contexto real de esos tres días de intenso debate

Playa de la Malva-rosa a principios del siglo XX Colección Aleixandre

«España, esa nación predilecta de Nuestro Señor Jesucristo, empieza a corromperse, a exponerse a las más nocivas costumbres extranjeras. ¡Es nuestro deber hacer algo, hacerlo todo! ¿Queremos que esas sirenas mensajeras mismísimas del Diablo, sigan dando tan mal ejemplo?» Del 11 al 13 de mayo de 1951 se celebró en Valencia el Primer Congreso Nacional de Moralidad en Playas y Piscinas «y márgenes de ríos», en el que autoridades, prelados y representantes de todas las provincias debatieron „muy intensamente„ sobre la decencia en el baño y en las zonas costeras. Da fe de ello un documento que recogió las las propuestas. Al calor del Mediterráneo de aquella España franquista habían desembarcado ya las extranjeras con sus biquinis (presentados por Louis Réard en 1946) en brutal contraste con los trajes de baño castos y negros de las mujeres de la Sección Femenina.

«Un día, leí de pasada algo sobre el I Congreso de Moralidad, investigué, compré un folleto en eBay, cogí el AVE y me vine a Valencia, fui a la hemeroteca y al arzobispado. Y supe que ahí había una historia que quería contar». Daniel Blanco Parra sitúa en esos tres días en que representantes civiles de todas las provincias, prelados y autoridades decidían si era pecaminoso o no mostrar las clavículas una historia de ficción. Los pecados del verano (Ediciones B) fabula con el encontronazo de un matrimonio bien del interior „el marido es uno de los ponentes„ con las turistas «casi desnudas» tumbadas en la playa de Valencia.

Quería Daniel Blanco homenajear a una generación «que tenía las mismas emociones que nosotros, los miedos, los deseos y las ganas de ser felices y un margen de actuación muy pequeño para conseguirlo con un régimen que no solo controlaba el país, sino que se metía también dentro de las casas».

El encontronazo de esa esposa mojigata, atrapada en un matrimonio de conveniencia, que se tapa hasta el cuello y se ha criado en la importancia de las apariencias, el prestigio y la honra que descubre otra forma de vestir, de relacionarse y de pasárselo bien. Y esas dos pequeñas piezas se convierten en catalizador, metáfora, símbolo de la frustración. Pero también el encontronazo del marido, defensor de las buenas costumbres en el congreso y mirón (en las balaustradas de los paseos marítimos nacieron como figura) en los recesos.

Porque Los pecados del verano es, explica su autor, «una reflexión sobre el deseo, los deseos contenidos, con personajes a los que les gusta tener todo controlado, en su pueblo la señora manda en su casa, el señor manda sobre la señora, cada uno tiene su papel, y de repente hay algo que les desestabiliza es el deseo, que es irracional, animal, nos saca de nuestras casillas y remueve los cimientos». Lo que Blanco llama los «incendios invisibles».

En aquella Valencia, en aquella España, de 1951 sustentada en tres pilares fundamentales „La Iglesia, el hambre, y los deseos reprimidos, señala el escritor„ que se bañaran hombres y mujeres juntos era visto como un pecado mortal. Era obligatorio el uso de trajes de baño de una pieza y unas medidas determinadas. El biquini podía multarse con 40.000 pesetas, lo que valía un piso de la época. Además, cuando alguien era sancionado se publicaba en la prensa cuando alguien había sido denunciado, su nombre se publicaba en la prensa para mayor oprobio. «De repente, cuando más tranquila está, cuando parece un lagarto aletargado, alguien chilla "¡Que viene la moral, que viene la moral!", y entonces, todas las mujeres que no tienen albornoz, como una manada de gacelas, trotan hacia la orilla y se meten en el agua», se lee en la novela.

Sin embargo, la decencia se topó con el negocio. Algunos visionarios advirtieron de que aquellas turistas inmorales podían traían un pan debajo de su desnudo brazo. Vivían sumidos, dice Daniel Blanco, en un enorme «ejercicio de incoherencia provocado por la situación histórica, autárquica, con las fronteras cerradas». Dos años después del congreso de Valencia, el alcalde de Benidorm, Pedro Zaragoza, abrió una primera ventana. Pese a la amenaza de excomunión por parte del obispo Olaechea, y en Vespa, viajó hasta El Pardo, se reunió con Franco -con Carmen Polo presente- y logró una «dispensa» para el biquini en su pueblo. «Transigió -apunta Blanco Parra- porque no le quedaba otra, era eso o morirse de hambre».

El cemento pesó. Las primeras inversiones turísticas. También se vio como oportunidad propagandística: «El turismo estaba llamado a convertirse en la mejor propaganda del Régimen, es decir, los mandamases estaban convencidos de que los que venían aquí de vacaciones volverían a sus países maravillados y, gracias a la magia del boca-oreja, Europa se rendiría a nuestros pies...» Y la prensa británica se preguntaba «¿Qué quieren los españoles? ¿que nos bañemos como en 1900?»

Benidorm fue un islote. En el resto de España regía el espíritu -y los bandos municipales que se dictaron a su calor- de las rimbombantes conclusiones del I Congreso Nacional de Moralidad en Playas, Piscinas y márgenes de ríos: una gran campaña de decencia, poner coto «a la invasión paganizante y desnudista de extranjeros que vilipendian el honor de España y el sentimiento católico de nuestra Patria», la separación de sexos en los baños o la definición del modelo estándar considerado «bañador aceptable» tanto para señoras como para caballeros.

Después del primer congreso (que se celebró en Valencia porque era «el foco del conflicto» en calidad de destino preferente para los foráneos, y que puso como ejemplo a seguir clubes católicos como el de Benimar) todavía se celebró otro en Santander. Pero era cuestión de tiempo. Las rubias despampanantes de los biquinis («al obispo le gusta referirse a la playa como gusaneras multicolores», reza la novela) no tardaron en «invadir» la costa española.

Y las nativas terminaron, como «la Señora», protagonista de Los pecados de verano, por imitarlas.

Daniel Blanco Parra rememora una divertida anécdota que circulaba por los mentideros: el caso de una actriz a la que un policía advirtió de que no podía llevar traje de baño de dos piezas, pues solo estaba autorizado el de una, y ella le preguntó ¿cuál de las dos prefiere que me quite, la de arriba o la de abajo?

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